¿Alguna vez has servido o te han servido un plato donde las
cebollas,
en tu opinión, podrían o deberían haberse cortado de otra manera?
Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina
—¿Qué hay de comer?
Cada mañana, el primero de la familia que se tropezaba
conmigo lanzaba esa pregunta con tono esperanzado…. ¿de qué? No entendía que a
esas alturas, todavía dudasen de la respuesta. Cada mañana me levantaba
contenta, y cada mañana esa pregunta me estropeaba el día. Aún así, con calma le contestaba al incauto:
—Solomillo con patatas.
No protestaban, pero se les quedaba cara de: “¿Otra vez?”.
Creo que a los dos meses de habernos quitado de encima a Victoria todos la
echábamos terriblemente de menos. Y todos hubiéramos aguantado sin protestar
otros cien años de robos, yo la primera.
Aburrida, decidí que tenía que haber más comidas en el mundo
que el solomillo con patatas. De hecho, casi nunca me ponían eso de comer en
casas ajenas. Y habría platos, con toda seguridad, que podría hacer yo sin
temor al envenenamiento familiar masivo.
Como amo los atajos por la inmediatez de los resultados,
empecé la casa por la buhardilla. A lo grande y en directa: dando cenas
multitudinarias. La excusa podía ser cualquiera, y con tanto invitado mis
experimentos pasaron por lo que no eran: cocina seria aunque “ecléctica”
(¿existiría entonces esa palabra?).
Con absoluta falta de discernimiento apelotonaba en el salón
de la casa familiar a todo tipo de animal social conocido de mi padre y resto
de familia. Para mí el hecho de que los invitados no se conocieran entre ellos
no era un problema; así se conocerían. Dicho y hecho.
Esas primeras veces,
de pie y con un plato lleno de comida variada en color y salsas en la
mano, un director de cine terminaba
hablando de política con el Secretario de Comercio de Puerto Rico; un médico
pionero en medicina nuclear y su novia azafata charlaban amigablemente con un
amigo de la infancia de mi padre (muy querido y sin oficio que conociéramos); un millonario de Albacete que conocía Nueva
York por las esquinas que ocupan los grandes bancos en lugar de por sus calles piropeaba
sin reparo a mi amiga Paloma mientras su marido químico vigilaba con atención todo el
proceso; mi novio opositor escuchaba con
una oreja al multimillonario de Albacete y con la otra a mi padre, y mis amigas
del cole hablaban de moda ante unos amigos de mi hermano mayor que desconocían
aún ese mundo misterioso de los trapos y la importancia que tiene en la vida de
las mujeres (y que en su día la tendrían en sus presupuestos familiares).
Era la situación ideal para mi aprendizaje ya que era
durante los momentos más acalorados de las conversaciones cuando, triunfante,
colaba yo en la fista los resultados de mis cocineos primerizos: solomillo de
cerdo en salsa de nata; arroz pilaf (exótica receta tunecina, creo recordar, de
mi amiga Cristina; mucho más tarde me enteré de que pilaf significaba lo mismo que
arroz); ensaladilla rusa (insistiendo en ella a pesar de que mis hermanos me
rogaban que no hiciese más) y tomates troceados con aceite del bueno y sal
gorda (se había puesto de moda y sustituía, en toda fiesta que se preciase, a
la sal de toda la vida).
Cortaba pan de varios colores (empezaban a encontrarse panes
integrales), le metía unos colines y triángulos de Bimbo tostados y —con mucho
arte, eso sí— lo colocaba estratégicamente en la mesa enmantelada de encaje
blanco, entre solomillos nadadores en nata, ensaladilla rusa llena de guisantes
húmedos sobre lecho de lechuga, el arroz pilaf espolvoreado de pistachos rotos
(¡qué difícil era encontrar pistachos entonces, por diosssss) y algún que otro
platillo a rebosar de chorizo de cantimpalo, salchichón granaíno y…
¡tacháaaaaaannnn!... morcilla frita con tomate, que nos encantaba a toda la
familia aunque fuera una ordinariez hacerlo público de esa manera.
La cosa se me fue de las manos pues, contra todo pronóstico,
los invitados lo pasaban bomba y se despedían felicitándome por la cena, “todo
riquísimo, se nota que tu madre te enseñó bien a cocinar; era una maestra” y
comentando mi acierto al haber juntado a tan dispares personajes. Y todos
expresaban su deseo de que “aquello se repitiera pronto”...
En fin, que no tuve más remedio que emplearme a fondo y al
final, por amor propio, acabé interesándome por el asunto de dar de comer bien
a la gente especializándome en esas cenas multitudinarias, todos de pie e
incomodísimos, pero tan contentos. La
consecuencia ¿lógica? de aquello es que, todavía hoy, si me dejo llevar cocino
para cien. No le he cogido el punto a cocinar para tres, o dos, y no digamos
para uno… Así que mi congelador
revienta.
Me parece que cocinar para uno o para dos no es cocinar; son
cantidades de juguete para muñecas. Y a mí ni de pequeña me gustó jugar a eso; por dios bendito, esas Nancys de prieta carne rosa, con los
dedos de los pies unidos como palmípedos; esas melenas brillantes de cobre
dorado, siempre despeinadas y siempre con enredones en las que no se podía hincar
un peine… ¿Y esos brazos y piernas rígidos
que hacían imposible meterles el vestido
de plumeti o los pantaloncitos veraniegos de piqué? Prefería las chapas
y patinar.
Lenta y dolorosamente, aprendí a cocinar. Lenta y dolorosamente
también me fui haciendo con mis libros de cocina. El primero que tuve mío fue un
regalo por mi cumpleaños, no recuerdo quién me lo hizo: el libro negro de
cocina de la Sección Femenina, que todavía se consideraba el summum de la
economía doméstica y que toda ama de casa que se preciase debía tener. Con ese bodegón pequeño y gritón sobre fondo negro más
parecía un bolsito de playa que un recetario. Sus menús organizados por días y
semanas para todo el año, sus listas de la compra según temporada, cortes de la
vaca y el cerdo, instrucciones para desplumar un pollo o arrancarle limpiamente
la piel a una lengua hacía tambalear mi propósito peligrosamente.
Empecé a comprármelos yo: primero compraba todo libro de
recetas que llevase en su título las palabras “fácil” y/o “rápida”; el
siguiente paso fue comprar libros por temas concretos: carnes, pescados,
patatas, legumbres, etc.
No tardé mucho en convertirme en una “cocinera atrevida” y
muy pronto ya nada me echaba para atrás. Mi entusiasmo superaba con creces mi
arte… y mi presupuesto.
De esta aventura de hacerme con los primeros ejemplares de
mi colección sobre culinaria aprendí tres cosas:
- Es más difícil comprar un pescado que cocinarlo, al menos
para mí. Los ojos de todos ellos siempre estaban brillantes en la pescadería
(dato fundamental a tener en cuenta), aunque luego, al llegar a casa, ese
pescado huela a huevos podridos.
- Hay cosas que, por mucho que nos empeñemos, no seremos
capaces de comer, o de guisar, o de ninguna de las dos cosas. Yo, por
ejemplo, ni abro ni como ostras crudas: me
parecen un moco gigantesco. Palpitante. Insalubre. Saladísimo. Marítimo a más
no poder. Pero las he comido sin hacerle ascos en Estados Unidos empanadas y
fritas y metidas luego en un bocadillo rebosante de mayonesa, lechuga, tomate y
cilantro… Mi madre se negaba a asar un
cochinillo porque le parecía que estaba asando un niño; pero si lo cocinaba
otro y lo hacía bien, sí lo comía. Las tres hijas de mi madre manejamos las
carnes picadas, el pollo y el pescado crudos con guantes de látex; es superior
a nuestras fuerzas hacerlo a pelo. Pero
luego nos comemos los resultados de todo ello sin reparo. Incluso comemos el
pescado en sashimi o tartar —y nos gusta muchísimo— aunque no hayamos podido
montarlo sin guantes. Paradojas que tiene esta pasión.
- Los libros de cocina, especialmente los “antiguos” y los muy modernos con bellísimas fotos, son
inexactos en muchísimas áreas: tiempos de cocción, cantidades de ajo o cebolla,
o intensidad del fuego a lo largo del proceso. Por no hablar de las
temperaturas del horno, cada uno de su padre y de su madre (desbarrantes por
completo cuando el horno es viejo). En especial las recetas de Martha Stewart
en su revista Living (que me encanta por lo preciosísima y las guardo como oro
en paño).
De todos los libros que tengo he de decir que los únicos,
los únicos que de verdad puedes seguir al dedillo sin temor a que te salga algo
diferente a lo prometido son el universal 1080 recetas de cocina, de Simone
Ortega y el último regalo de cumpleaños de mi hija mayor, el Ard Bia cook book,
libro de cocina en que la propietaria del restaurante irlandés Ard Bia (en Galway,
pegado al Spanish Arch) escribe y explica con toda claridad y exactitud todas y
cada una de las recetas que allí se sirven a diario. El resto de mis libros parecen
contener variadas cantidades de creatividad personal del autor sin testar que
hacen que tengas que poner tú una parte importante de cálculo e imaginación
para que salga algo cercano al título de la receta (porque esa es otra: el
momento de emplatar para fotos profesionales se parece cero a lo que consigues
tú en tu casa).
Es por eso que cuando
de verdad me apasioné por la cocina fue cuando ya no necesitaba seguir la
receta al dedillo porque muchas las había tenido que completar/alterar/rematar
yo. Esa fue la gran revelación de mi camino a la cocina: que cualquier cosa,
sea la que sea, la puedes hacer a tu manera. Y empecé a desobedecer todas la
reglas con rotundo éxito… en lo salado. Pero los postres y meriendas nunca los
conseguía. Mis intentos reposteros siempre achicaban y desdecían mi cada vez
más grande arte culinario. Y eso me daba una rabia…
Porque, claro, con ese sistema de alterar cantidades y
sustituir productos “a mi aire” no me suben bizcochos ni madalenas; los suflés
no me obedecen y las pavlovas me odian.
Así que corté por lo sano: fuera de mi vida y de mis planes
de cenas bizcochos, merengues y cualquier otra cosa susceptible de no subir,
caer, hundirse en el centro o autogenerar tanta burbuja de aire que se quede
tiesa antes de tiempo manteniéndose a la vez, de forma inexplicable, cruda. Mis
postres se limitaban a fruta natural o en almíbar (esta última escurrida y adornada
con grandes gusanos serpenteantes de chantilly, como había visto en los
restaurantes caros)
Pero la vida es generosa y, en sustitución de esas tartas y
merengues me desveló una posibilidad que nunca se me había ocurrido: los
helados caseros. Y no los había tenido antes en cuenta porque me da miedo, de
toda la vida, lo que le puede hacer a mi organismo el huevo crudo y/o a mis
caderas la nata agria.
Pero ahora, gracias a mi perseverancia en la búsqueda de
nuevos horizontes culinarios y a Internet, he descubierto la leche de coco. Esa
cosa que hasta hace nada era tan malísima para la salud y que resulta que ahora
es lo mejor que puedas tomar de todo lo que tengas para elegir. Mi instinto
ahora me dice que puedo hacer helados, sí, pero sigue insistiendo en que mantenga los
huevos crudos, sean enteros o no, lejos de mis cocinares.
Buscando, buscando, di con una jovencita inglesa , Aimée Ryan, que resultó
ser una auténtica maestra repostera. A través de su delicioso blog www.wallflowergirl.co.uk he conocido
y me he enamorado de su libro Coconut Milk Ice Cream y de todo lo que este
libro contiene.
Por supuesto, me lo compré de inmediato. Y admirada me
entero de que ella es no solo la creadora de sus recetas sino también la fotógrafa
de las mismas (magníficas fotos, por cierto, a todo color).
Todos los helados en el libro son creaciones suyas y están
hechos con base de leche de coco en lugar de huevos y/o nata, por lo que —según
los últimos estudios científicos sobre grasas— todos ellos son de lo más
saludables y pueden tomarlos tanto vegetarianos puros (no llevan nada de grasa
animal), celíacos (cero gluten) como el resto: los que podemos con todo. La autora aconseja
comprar una máquina de las que hacen helados (¿heladoras, heladeras?) para
facilitarnos la vida, pero aún así explica con claridad la forma de hacerlos
sin ella. De momento, no la voy a comprar; ya no cabemos más en la cocina.
Y así es como este nuevo paso en mi camino a la cocina ha
aumentado, un poco más si cabe, el placer que me produce juntar, mezclar, batir
y amasar para luego comer (o que coman otros) y abre nuevos horizontes con los
que nunca me atreví a soñar antes. :)
NOTA: Me gustaría aclarar que ni la Sección Femenina ni Inés
Ortega ni Wlaflowergirl me pagan por hacerles publicidad; y nunca me han
invitado a comer en el restaurante Ard Bia… Pero las pasiones son asín de
generosas (aunque objetivas). Ains.