sábado, 14 de junio de 2014

Pasiones: ¿Cooking es una ciudad china?

Y de la cocina cabía decir lo mismo que del sexo, la religión y la política; cuando empecé a averiguar cosas por mi cuenta, era demasiado tarde para preguntar a mis padres.

Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina

También amo la cocina, y la amo física, metafísica y literalmente; la amo casi tanto como leer. La amo un poco menos que a mis hijas.
La amo, sin templanza, como concepto y espacio físico, como actividad pecaminosa y festiva, como afán íntimo desplegado a solas y como actividad lúdica y pública: yo cocino mientras mis amigos miran. La amo en los fogones y fuera de ellos, en forma de libro o revista, en forma de lustrosa receta arrancada de tremenda revista, o como pobre receta olvidada, arrugada y vuelta a encontrar. Y la practico con cualquier excusa y sin ella.

Me apasiona cortar, moler, mezclar, amasar, rallar y picar cualquier cosa tierna o crujiente que, mezclada de nuevo con otras, se pueda luego comer. Cocino a lo loco y sin medir, sin saber si tengo los ingredientes necesarios, pues todo lo que falte lo suplirá en el momento justo mi lujuriosa pasión. Cocino por impulsos eléctricos incontrolables, como dice mi hija mayor de casi todo lo que hago. Cocino sin saber qué va a salir y cocino siempre sin ser consciente de que empiezo a cocinar ni de que ya terminé de hacerlo.

Hago cursos de panes especiales, de técnicas orientales de salteado o técnicas francesas de pochado. Busco y pruebo ingredientes desconocidos, de esos de los que nunca antes había oído hablar. Mi colección de libros y y revistas de cocina es muy parecida, en cantidad y calidad, a mi colección de libros “normales”. Los acaricio y contemplo arrobada sus tapas, los leo luego embelesada, como si de novelas se tratasen, a la expectativa de descubrir una nueva pista; con el corazón en un puño y la esperanza de que algo nuevo —sea bueno o no— se me revele; estudio al personaje e imagino su ser, su vida, su rutina diaria, sus gustos, su alma y su pasión. Con rastros de harina y manchas de aceite los hago míos cada vez.

Por fortuna, no soy perfeccionista en la cocina y al placer que me produce desatar esta pasión se añade la alegría infinita que da la absoluta ausencia de culpa, casi siempre presente cuando leo a todo meter y sin descanso, o cuando sin descanso evito el escribir.

Pero mi amor por la cocina no fue siempre así de grande ni me dió felicidad...

* * *

Mi madre era una gran cocinera y sus tres hijas lo somos también, a más de uno de sus dos hijos varones.

Quizás, siendo la mayor, lo lógico habría sido saber cocinar “de siempre”, haberme pasado horas a su lado mientras mi madre le pinchaba Duque de Alba a un pavo desplumado, hacía conserva de moras para futuras tartas de invierno o troceaba tomates de su huerto. Pero no lo hice; no tuve por entonces el interés ni la paciencia de aprender el arte de los fogones, me parecía cosa a la que no le había llegado el momento en mi vida. Y supongo que mi madre, creyendo lo mismo, tampoco me empujó a ello.

Y cuando murió, de forma inesperada, me quedé al cargo de la logística de la casa, joven y soltera aún, con cuatro hermanos por debajo, un padre por encima y, enfrente, dos mucamas filipinas que esperaban órdenes que yo no sabía dar. Pero a los veinticinco años era tan inconsciente y eléctrica como a los doce y a los cuarenta así que decidí encargarme yo misma de los comeres familiares.


Tuve a la familia sometida durante casi un año a una severísima dieta diaria de patatas fritas [las hacía a montones] con solomillo de ternera [la única parte de la vaca que: 1) sabía comprar y 2) sabía que era buena carne], antes de que mi padre tomara delicadamente cartas en el asunto: se compró una olla electro-magnética (sea eso lo que sea) que cocinaba sola (gastando durante horas unas cantidades vergonzosas de electricidad). Los demás teníamos prohibido tocarla, a pesar de que era muy sencilla de utilizar: únicamente tenías que dejarla tranquila y no destaparla hasta que se encendiera la luz verde (unas cinco horas de cocción). Con este gesto mi padre ”echaba una mano en casa”.

Decidió estrenarse con unas lentejas (le apasionan) y a mí no me pareció mal; y quedamos en que al día siguiente él hacía la comida…

A las 9 de la mañana del día D, a punto de estrenar la olla mágica —¡qué nervios!—, estábamos él y yo ante el infernal aparatejo observándolo con reverencial temor cuando mi padre me tanteó: 

—Además del chorizo y las patatas que me como y veo, ¿qué llevan las lentejas que no veo?

Intenté adivinar. No me venía nada a la cabeza, así que eché a volar mi imaginación y, cruzándola con mi muy particular lógica, apelotoné ingredientes que me sonaban a “guiso casero" con otros que me gustaban mucho.

—Pues… Cebolla, ajo, aceite, pimiento, tomate, avecrem, chorizo, beicon, jamón creo que serrano. Y laurel, pimienta negra, guindilla, supongo. Ah, y un chorro de vinagre. Creo.

Me miró con suspicacia y pareció tomar una decisión: haría las lentejas a su manera. Un poco más sanas, con menos grasa.

La imaginación y la creatividad de mi padre siempre dejó cortísima la de sus cinco hijos juntos, y la usaba para todo: para inventar juegos de palabras y evitar que nos aburriéramos durante los interminables viajes a Almería —¡Dios mío, ese Despeñaperros!—, cómo arreglar un desgarrón en su pantalón de vestir favorito —esos escudos bordados autoadhesivos de las chaquetas escolares reforzados con superglú, por diosssss. Y a partir de aquel día la usó para cocinar.

Creó en un momento la que sería su receta estrella: Lentejas guisadas con mejillones en escabeche de lata (con su juguillo y todo). 

Yo no sé qué sintieron mis hermanos en el momento de sentarse a la mesa y ver trozos de algo naranja flotando entre el pimiento y el jamón, pero yo pensé: “Hoy no comemos”.

Para mi sorpresa, la de mis hermanos y la del propio autor del plato, estaban buenísimas. Chocantes, impactantes pero buenísimas. En el instante en que mi padre se vió aclamado [también] en su faceta cocineril, comenzó lentamente a perder su interés por la cocina.

Finalmente, ni tú ni yo: contratamos una cocinera —española— que nos robó todo lo que quiso pero que nos dio de comer estupendamente hasta su último día en nuestra casa. Mi padre entonces volvió a dedicar todas sus horas a su despacho y a rematar nuestra crianza y yo volví a lo que me gustaba de verdad: la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, aunque sin quitarle ojo al tema de la cocina. Más por culpa que por interés, empecé lentamente a fijarme en lo que hacía Victoria, nuestra nueva y flamante cocinera.

Después de un año y medio de darnos de comer a lo casero, robarnos mil litros de aceite y cuarenta toneladas de solomillo de ternera de Ávila, despedí a Victoria como pude y mejor supe (casi pidiendo perdón, qué mal rato para una jovencita). No sin antes haber aprendido a hacer una ensalada campera y alguna que otra cosa más.

Decidí volver a intentarlo, lo de hacerme cargo de la nutrición familiar, digo. Pero seguía sin ocurrírseme nada aparte de solomillo (ahora ya en versión ternera, buey y cerdo) con patatas fritas (a veces a lo pobre), lo que resultaba un problema pues a mi padre le había subido el ácido úrico a mil y le restringieron la carne como si se fuera a morir al solomillo siguiente.

Tenía que pensar algo, y rápido...

:-D


RECETA PATERNAL DE LENTEJAS CON MEJILLONES

1 kg de lentejas (lo juro)
2 cebollas grandes en dos trozos
5 ajos sin pelar
3 tomates cortados en trocitos
3 pimientos verdes
3 zanahorias
1 chorizo de cantimpalo
Béicon al gusto
2 latas grandes de mejillones en escabeche
Jamón serrano al gusto
Laurel, sal, pimentón picante
½ vasito de aceite de oliva virgen, chorretón de vinagre (del corriente)

Poner todos los ingredientes, menos los mejillones, en una olla (grande, que luego crece todo), cubrir de agua (como cuatro dedos por encima de los ingredientes). Cocer a fuego lento cuatro horas. Añadir los mejillones con su jugo y cocer otra hora más.


1 comentario:

  1. pues muy bien transmitida la pasión culinaria... y la graciosísima peripecia biográfica que te llevó hasta ella
    saludos blogueros

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