domingo, 22 de junio de 2014

Pasiones desatadas: Culinaria


¿Alguna vez has servido o te han servido un plato donde las cebollas,
en tu opinión, podrían o deberían haberse cortado de otra manera?
Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina


—¿Qué hay de comer?
Cada mañana, el primero de la familia que se tropezaba conmigo lanzaba esa pregunta con tono esperanzado…. ¿de qué? No entendía que a esas alturas, todavía dudasen de la respuesta. Cada mañana me levantaba contenta, y cada mañana esa pregunta me estropeaba el día.  Aún así, con calma le contestaba al incauto:
—Solomillo con patatas.
No protestaban, pero se les quedaba cara de: “¿Otra vez?”. Creo que a los dos meses de habernos quitado de encima a Victoria todos la echábamos terriblemente de menos. Y todos hubiéramos aguantado sin protestar otros cien años de robos, yo la primera.
Aburrida, decidí que tenía que haber más comidas en el mundo que el solomillo con patatas. De hecho, casi nunca me ponían eso de comer en casas ajenas. Y habría platos, con toda seguridad, que podría hacer yo sin temor al envenenamiento familiar masivo.
Como amo los atajos por la inmediatez de los resultados, empecé la casa por la buhardilla. A lo grande y en directa: dando cenas multitudinarias. La excusa podía ser cualquiera, y con tanto invitado mis experimentos pasaron por lo que no eran: cocina seria aunque “ecléctica” (¿existiría entonces esa palabra?).
Con absoluta falta de discernimiento apelotonaba en el salón de la casa familiar a todo tipo de animal social conocido de mi padre y resto de familia. Para mí el hecho de que los invitados no se conocieran entre ellos no era un problema; así se conocerían. Dicho y hecho.
Esas primeras veces,  de pie y con un plato lleno de comida variada en color y salsas en la mano,  un director de cine terminaba hablando de política con el Secretario de Comercio de Puerto Rico; un médico pionero en medicina nuclear y su novia azafata charlaban amigablemente con un amigo de la infancia de mi padre (muy querido y sin oficio que conociéramos);  un millonario de Albacete que conocía Nueva York por las esquinas que ocupan los grandes bancos en lugar de por sus calles piropeaba sin reparo a mi amiga Paloma mientras su  marido químico vigilaba con atención todo el proceso; mi novio opositor  escuchaba con una oreja al multimillonario de Albacete y con la otra a mi padre, y mis amigas del cole hablaban de moda ante unos amigos de mi hermano mayor que desconocían aún ese mundo misterioso de los trapos y la importancia que tiene en la vida de las mujeres (y que en su día la tendrían en sus presupuestos familiares).
Era la situación ideal para mi aprendizaje ya que era durante los momentos más acalorados de las conversaciones cuando, triunfante, colaba yo en la fista los resultados de mis cocineos primerizos: solomillo de cerdo en salsa de nata; arroz pilaf (exótica receta tunecina, creo recordar, de mi amiga Cristina; mucho más tarde me enteré de que pilaf significaba lo mismo que arroz); ensaladilla rusa (insistiendo en ella a pesar de que mis hermanos me rogaban que no hiciese más) y tomates troceados con aceite del bueno y sal gorda (se había puesto de moda y sustituía, en toda fiesta que se preciase, a la sal de toda la vida).
Cortaba pan de varios colores (empezaban a encontrarse panes integrales), le metía unos colines y triángulos de Bimbo tostados y —con mucho arte, eso sí— lo colocaba estratégicamente en la mesa enmantelada de encaje blanco, entre solomillos nadadores en nata, ensaladilla rusa llena de guisantes húmedos sobre lecho de lechuga, el arroz pilaf espolvoreado de pistachos rotos (¡qué difícil era encontrar pistachos entonces, por diosssss) y algún que otro platillo a rebosar de chorizo de cantimpalo, salchichón granaíno y… ¡tacháaaaaaannnn!... morcilla frita con tomate, que nos encantaba a toda la familia aunque fuera una ordinariez hacerlo público de esa manera.
La cosa se me fue de las manos pues, contra todo pronóstico, los invitados lo pasaban bomba y se despedían felicitándome por la cena, “todo riquísimo, se nota que tu madre te enseñó bien a cocinar; era una maestra” y comentando mi acierto al haber juntado a tan dispares personajes. Y todos expresaban su deseo de que “aquello se repitiera pronto”...
En fin, que no tuve más remedio que emplearme a fondo y al final, por amor propio, acabé interesándome por el asunto de dar de comer bien a la gente especializándome en esas cenas multitudinarias, todos de pie e incomodísimos, pero tan contentos.  La consecuencia ¿lógica? de aquello es que, todavía hoy, si me dejo llevar cocino para cien. No le he cogido el punto a cocinar para tres, o dos, y no digamos para uno…  Así que mi congelador revienta.
Me parece que cocinar para uno o para dos no es cocinar; son cantidades de juguete para muñecas. Y a mí ni de pequeña me gustó  jugar a eso; por dios bendito,  esas Nancys de prieta carne rosa, con los dedos de los pies unidos como palmípedos; esas melenas brillantes de cobre dorado, siempre despeinadas y siempre con enredones en las que no se podía hincar un peine…  ¿Y esos brazos y piernas rígidos que hacían imposible meterles el vestido  de plumeti o los pantaloncitos veraniegos de piqué? Prefería las chapas y patinar.
Lenta y dolorosamente, aprendí a cocinar. Lenta y dolorosamente también me fui haciendo con mis libros de cocina. El primero que tuve mío fue un regalo por mi cumpleaños, no recuerdo quién me lo hizo: el libro negro de cocina de la Sección Femenina, que todavía se consideraba el summum de la economía doméstica y que toda ama de casa que se preciase debía tener. Con ese bodegón pequeño y gritón sobre fondo negro más parecía un bolsito de playa que un recetario. Sus menús organizados por días y semanas para todo el año, sus listas de la compra según temporada, cortes de la vaca y el cerdo, instrucciones para desplumar un pollo o arrancarle limpiamente la piel a una lengua hacía tambalear mi propósito peligrosamente.
Empecé a comprármelos yo: primero compraba todo libro de recetas que llevase en su título las palabras “fácil” y/o “rápida”; el siguiente paso fue comprar libros por temas concretos: carnes, pescados, patatas, legumbres, etc.
No tardé mucho en convertirme en una “cocinera atrevida” y muy pronto ya nada me echaba para atrás. Mi entusiasmo superaba con creces mi arte… y mi presupuesto.
De esta aventura de hacerme con los primeros ejemplares de mi colección sobre culinaria aprendí tres cosas:
  • Es más difícil comprar un pescado que cocinarlo, al menos para mí. Los ojos de todos ellos siempre estaban brillantes en la pescadería (dato fundamental a tener en cuenta), aunque luego, al llegar a casa, ese pescado huela a huevos podridos.
  • Hay cosas que, por mucho que nos empeñemos, no seremos capaces de comer, o de guisar, o de ninguna de las dos cosas. Yo, por ejemplo,  ni abro ni como ostras crudas: me parecen un moco gigantesco. Palpitante. Insalubre. Saladísimo. Marítimo a más no poder. Pero las he comido sin hacerle ascos en Estados Unidos empanadas y fritas y metidas luego en un bocadillo rebosante de mayonesa, lechuga, tomate y cilantro…  Mi madre se negaba a asar un cochinillo porque le parecía que estaba asando un niño; pero si lo cocinaba otro y lo hacía bien, sí lo comía. Las tres hijas de mi madre manejamos las carnes picadas, el pollo y el pescado crudos con guantes de látex; es superior a nuestras fuerzas hacerlo a pelo.  Pero luego nos comemos los resultados de todo ello sin reparo. Incluso comemos el pescado en sashimi o tartar —y nos gusta muchísimo— aunque no hayamos podido montarlo sin guantes. Paradojas que tiene esta pasión.
  • Los libros de cocina, especialmente los “antiguos” y los muy modernos con bellísimas fotos, son inexactos en muchísimas áreas: tiempos de cocción, cantidades de ajo o cebolla, o intensidad del fuego a lo largo del proceso. Por no hablar de las temperaturas del horno, cada uno de su padre y de su madre (desbarrantes por completo cuando el horno es viejo). En especial las recetas de Martha Stewart en su revista Living (que me encanta por lo preciosísima y las guardo como oro en paño).

De todos los libros que tengo he de decir que los únicos, los únicos que de verdad puedes seguir al dedillo sin temor a que te salga algo diferente a lo prometido son el universal 1080 recetas de cocina, de Simone Ortega y el último regalo de cumpleaños de mi hija mayor, el Ard Bia cook book, libro de cocina en que la propietaria del restaurante irlandés Ard Bia (en Galway, pegado al Spanish Arch) escribe y explica con toda claridad y exactitud todas y cada una de las recetas que allí se sirven a diario. El resto de mis libros parecen contener variadas cantidades de creatividad personal del autor sin testar que hacen que tengas que poner tú una parte importante de cálculo e imaginación para que salga algo cercano al título de la receta (porque esa es otra: el momento de emplatar para fotos profesionales se parece cero a lo que consigues tú en tu casa).
 Es por eso que cuando de verdad me apasioné por la cocina fue cuando ya no necesitaba seguir la receta al dedillo porque muchas las había tenido que completar/alterar/rematar yo. Esa fue la gran revelación de mi camino a la cocina: que cualquier cosa, sea la que sea, la puedes hacer a tu manera. Y empecé a desobedecer todas la reglas con rotundo éxito… en lo salado. Pero los postres y meriendas nunca los conseguía. Mis intentos reposteros siempre achicaban y desdecían mi cada vez más grande arte culinario. Y eso me daba una rabia…
Porque, claro, con ese sistema de alterar cantidades y sustituir productos “a mi aire” no me suben bizcochos ni madalenas; los suflés no me obedecen y las pavlovas me odian. 
Así que corté por lo sano: fuera de mi vida y de mis planes de cenas bizcochos, merengues y cualquier otra cosa susceptible de no subir, caer, hundirse en el centro o autogenerar tanta burbuja de aire que se quede tiesa antes de tiempo manteniéndose a la vez, de forma inexplicable, cruda. Mis postres se limitaban a fruta natural o en almíbar (esta última escurrida y adornada con grandes gusanos serpenteantes de chantilly, como había visto en los restaurantes caros)
Pero la vida es generosa y, en sustitución de esas tartas y merengues me desveló una posibilidad que nunca se me había ocurrido: los helados caseros. Y no los había tenido antes en cuenta porque me da miedo, de toda la vida, lo que le puede hacer a mi organismo el huevo crudo y/o a mis caderas la nata agria.
Pero ahora, gracias a mi perseverancia en la búsqueda de nuevos horizontes culinarios y a Internet, he descubierto la leche de coco. Esa cosa que hasta hace nada era tan malísima para la salud y que resulta que ahora es lo mejor que puedas tomar de todo lo que tengas para elegir. Mi instinto ahora me dice que puedo hacer helados, sí,  pero sigue insistiendo en que mantenga los huevos crudos, sean enteros o no, lejos de mis cocinares.

Buscando, buscando, di con una jovencita inglesa , Aimée Ryan, que resultó ser una auténtica maestra repostera. A través de su delicioso blog www.wallflowergirl.co.uk he conocido y me he enamorado de su libro Coconut Milk Ice Cream y de todo lo que este libro contiene. 
Por supuesto, me lo compré de inmediato. Y admirada me entero de que ella es no solo la creadora de sus recetas sino también la fotógrafa de las mismas (magníficas fotos, por cierto, a todo color).
Todos los helados en el libro son creaciones suyas y están hechos con base de leche de coco en lugar de huevos y/o nata, por lo que —según los últimos estudios científicos sobre grasas— todos ellos son de lo más saludables y pueden tomarlos tanto vegetarianos puros (no llevan nada de grasa animal), celíacos (cero gluten) como el resto:  los que podemos con todo. La autora aconseja comprar una máquina de las que hacen helados (¿heladoras, heladeras?) para facilitarnos la vida, pero aún así explica con claridad la forma de hacerlos sin ella. De momento, no la voy a comprar; ya no cabemos más en la cocina.
Y así es como este nuevo paso en mi camino a la cocina ha aumentado, un poco más si cabe, el placer que me produce juntar, mezclar, batir y amasar para luego comer (o que coman otros) y abre nuevos horizontes con los que nunca me atreví a soñar antes. :)



NOTA: Me gustaría aclarar que ni la Sección Femenina ni Inés Ortega ni Wlaflowergirl me pagan por hacerles publicidad; y nunca me han invitado a comer en el restaurante Ard Bia… Pero las pasiones son asín de generosas (aunque objetivas). Ains.

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