domingo, 26 de abril de 2015

El mito de la felicidad, o la felicidad del mito, de ser uno mismo (II)

No malgastes tu vida tratando de impresionar a otros;
si has de malgastarla, hazlo tratanto de impresionarte a ti mismo.


Merecemos ser felices; merecemos vivir una vida que nos excite o, al menos, que nos interese un poco. Cuando dejamos que las opiniones de otros importen más que las nuestras, cuando esas opiniones ajenas se convierten en certezas propias, nos encontramos en un lugar en el que nuestras expectativas acerca de cómo vivir nuestra vida se emborronan hasta que acaban por desaparecer.
Demasiado a menudo, y en aras de la paz familiar o por aguantar el tirón cuando otro está pasando un mal rato o por inseguridad personal o por cualquier otro motivo que no es nuestro, jugamos al trueque. El hoy por ti, mañana por mí se convierte en la única alternativa; nos ofrecemos en sacrificio esperando que mañana lo haga el otro por nosotros (y lo mejor de este juego es que sabemos de antemano que el otro no lo hará). Nos hemos puesto la máscara de santidad, con corona y todo. Y cuando llega nuestro momento el otro no cumple sino que, inexplicablemente, espera que seas tú quien vuelva a hacerlo. Juas, como diría mi amiga Rakel.
Pero no estamos en este mundo para vivir conforme a lo que otros quieren, creen o desean, ni para que otros hagan lo que nosotros creemos, deseamos o pensamos. Estamos aquí para vivir a nuestra única y particular manera en pos de nuestro propio éxito, signifique eso lo que signifique para cada uno. Para mi el éxito no es otra cosa que comer las perdices que yo misma he perseguido, cazado y guisado; otro no lo hará por mi, aunque yo antes le haya cocinado un faisán mil y una veces.
La verdadera fuerza no está en nuestros músculos sino en nuestro espíritu (o alma, si lo llamamos así), nuestra voluntad y nuestro respeto por nosotros mismos; nuestra fuerza está en nuestra fe y nuestra confianza en quiénes somos y en nuestra voluntad de actuar de acuerdo a esa creencia. Tenemos que decidir en este instante no volver a suplicar el amor, la atención y el respeto de otros y actuar de forma que nos ofrezcamos ese amor, atención y respeto a nosotros mismos. Y que los otros arreen con los suyos. 
Tenemos que atrevernos a ser nosotros mismos (y averiguar qué es eso), seguir nuestras propias intuiciones y deseos respecto a la vida que queremos vivir. Por muy extraño o aterrador que pueda parecer o resultar (y lo parecerá al principio, créeme) nos merecemos hacer ese esfuerzo por nosotros, esfuerzo que siempre, siempre acaba resultando bien a la larga, a la corta y a la de enmedio. Es importante ser amable con los demás, pero es más importante aún ser amable con uno mismo.
Es imperativo que dejemos de compararnos con lo que otros son o han conseguido porque eso no tiene nada que ver con nosotros. Amar y respetar a otros significa dejar que los otros sean lo que son y permitirles seguir su propio camino a su aire. Y lo mismo mismito sirve para nosotros.
Pero, ¿cómo conseguirlo? Bueno, hay algunas ideas básicas que podemos contemplar: no esperes que otros te respeten más de lo que tú te respetas. No esperes que otros encajen en tu idea de lo que ellos deberían ser. No esperes que otros te adivinen el pensamiento. Deja de esperar y necesitar gustarle a todo el mundo (no ocurrirá; a ti tampoco te gusta el mundo entero). Deja de esperar y necesitar que los otros cambien repentina y  milagrosamente (esto tampoco ocurrirá). Deja de esperar que el otro esté siempre contento para tu alivio pero no permitas que su angustia, insatisfacción, frustraciones y malhumor marquen tu camino.
¿Y cómo amar y respetar a otros sin dejarnos pisar los juanetes? I wondered. 
Me costó tiempo, esfuerzo y una gran dosis de buena voluntad llegar a la amable conclusión de que todo el mundo está luchando su propia batalla, al igual que yo. En ocasiones, y aunque no lo parezca, se sienten desolados, aislados y  aterrados, al igual que yo. Con frecuencia se hacen los fuertes mientras les tiemblan las piernas, al igual que yo.
Y aún así, me sonríen cuando me venden la barra de pan...
Sé que cada sonrisa y cada signo de fuerza esconde una lucha interior tan compleja y singular como la mía propia. Cuando caemos en esa cuenta, no nos cuesta la vida ser amable con los otros --incluso más de lo necesario a veces-- porque apoyar, compartir y contribuir a la felicidad de otros es uno de los mayores premios, según todas las estadísticas; si lo permitimos, tendremos la oportunidad de hacerle a otro el camino de su vida un poco más fácil porque todos compartimos los mismos sueños, necesidades gemelas y dudas parecidas.
Una vez que vemos esto con más claridad, el mundo se convierte en un lugar más amigable; un lugar en el que podremos quitarnos la máscara y sin pudor decirle al otro mirándolo a la cara: "en este momento me siento perdido". Y es muy posible que el otro asienta con la cabeza y nos diga "yo también". Porque perseguir nuestra felicidad no nos hace felices cada minuto de nuestros días; y eso es perfectamente válido. Salimos adelante. Y los otros también, sin que tengamos que dejar nuestra vida para vivir la de otro.
Seguir nuestro propio camino y mantenernos fieles a nuestros singulares deseos y propósitos puede que nos cree muchas antipatías y menos invitaciones a fiestas pero nos brindará nuestra admiración por nosotros mismos y unas relaciones sanas (aunque quizás escasas :-D). Y eso vale un potosí.
¿No piamos siempre por tener el control de nuestras vidas? Pues eso...



3 comentarios:

  1. Ole, ole y ole !! Viva la madre que te parió !! Qué bien escribes jamía !! ��

    ResponderEliminar
  2. A mi me cuesta ser o aparentar ser tan serena, no tengo edad para ello, ahora si quiero ser feliz me lo curro y quien no quiera subirse al carro que no de la lata, ya está bien no guapísima.
    Un besazo grande.

    ResponderEliminar