lunes, 8 de diciembre de 2014

Felicidad y estadística II: Los jóvenes a examen

Si los jóvenes supieran y los viejos pudieran...


Los llaman la generación del milenio. También los llaman la Generación Y; en España tenemos ocho millones de ellos  y tienen ahora entre 16 y 30 años. Son hijos de papás de la generación Baby Boom pero no tienen sus prioridades. No ambicionan las hipotecas, no persiguen un trabajo bien pagado si no les gusta,  y no se esfuerzan en lo que no les interesa de verdad. ¿Qué quieren entonces nuestros jóvenes?

Quieren vivir la vida. Y, tanto si lo desean como no, cambiarán el mundo, y lo saben. Ya están en ello. Pero lo hacen y lo harán a su manera, no a la nuestra. Están inventando nuevas formas de trabajar, producir y consumir.

Muchos viven aún con sus padres, otros han tenido que salir de su país a buscarse la vida, otros enfocan sus miras en sus verdaderos intereses mientras se mantienen con trabajos esporádicos que no les importa cambiar cuantas veces haga falta mientras perfeccionan las habilidades que les permitirá vivir de sus auténticas pasiones e intereses. Todos ellos habitan en el universo digital y tienen una verdadera familia en él: los que les comprenden. El 70% de los jóvenes comprueba su móvil al menos una vez cada hora.

Se les acusa de haberlo tenido todo hecho, de haber nacido en tiempos de bonanza, de no haber tenido que esforzarse para nada y de rebelarse contra todo. Como si ellos tuvieran la culpa y como si nos hubieran puesto a los padres una pistola en el pecho para que nos matáramos a trabajar por y para ellos; como si no hubiera sido nuestra voluntad y nuestro sueño que ellos vivieran bien. Como si fueran ellos responsables de nuestro sentimiento de culpa por el poco tiempo pasado con ellos (de calidad, eso sí) mientras nosotros, sus padres, salíamos fuera a por ese nuestro sueño de una vida para nuestros hijos (y para nosotros, no lo olvidemos) en la que no faltase de nada material.

Generación mimada, parecen apolíticos pero no lo son, no son materialistas a ultranza, están muy informados en cualquier tema que haga saltar su curiosidad o inspiración, muchos parecen perezosos y capaces únicamente de mantener la atención en aquello que de verdad les interesa, sea aquéllo lo que sea, pero luego te sorprenden. Su trabajo es, principalmente, mental: piensan más que la mayoría de nosotros, y muchos de ellos también piensan mejor. Viajan más porque no necesitan hoteles de cuatro estrellas ni billetes de primera para sentir que han estado en París: avioncitos low-cost y se quedan en casa de amigos o compañeros de estudios que, por el motivo que sea, viven de momento allí. En vacaciones, esos amigos, y otros muchos de variadas procedencias, vendrán a sus casas. Con una mochila y un móvil de última generación con el que se mantienen conectados al resto de su mundo (y, a veces, con sus padres) comen perritos calientes por la calle, se beben una cerveza o una coca-cola light en buena compañía, visitan los alrededores o el castillo de la ciudad a la que viajan y suben fotos a sus cuentas de las redes sociales. Y, a la vuelta, saben que han estado en París; que lo han vivido y lo han sentido.

Muchos estudian y otros aprenden un oficio; otros muchos se especializan, sin intención previa, en trabajos como relaciones públicas de discotecas o marcas de moda, community managers (¡sea eso lo que sea!), camareros o diseñadores de lo que sea mientras encuentran la manera de dedicarse a lo que de verdad les inspire. Utilizan mil habilidades que nosotros dejamos morir por vivir con orejeras y se empeñan sin pudor en ser reconocidos y en que se les escuche.

Un estudio sobre la felicidad en la juventud española refleja el predominio de creencias positivas de nuestros chicos y chicas millenials respecto a tres cosas básicas para el bienestar: la vida en general, el mundo cercano y el yo. En relación con las creencias sobre el sentido, la coherencia y la justicia del mundo, y aunque la mayoría de los jóvenes no tenían una visión del mundo como básicamente justo, el 88% de los jóvenes encuestados opinaba que su vida estaba llena de sentido, lo cual denota altas puntuaciones en propósito vital. En cifras concretas: la media de control personal en el caso de nuestros jóvenes es de 7,5  sobre 10 en el estudio de Páez y Javaloy. Y sin olvidar que la media de satisfacción consigo mismo está muy por encima de la media teórica estos resultados engloban, al parecer, el mantenimiento de unas creencias positivas acerca de sí mismos. Lo cual es muy bueno. Todos andamos buscando la autoestima, y ellos ya la tienen. ¿Qué hay de malo en ello, por qué los llamamos chulos y prepotentes cuando envidiamos su convencimiento y su seguridad?

La visión del mundo social global (Javalaoy, Páez, Cornejo, Basabe, Rodríguez y Espelt, 2007) y de que el mundo sea justo puede no ser para los jóvenes muy positiva, pero su visión del entorno cercano y del yo es muy positiva. Esta visión positiva de las relaciones con las personas cercanas se asocian, ineludiblemente, a su felicidad.

Si sumamos a eso que los humanos, en general, tienen mayor experiencia de epiosdios emocionales positivos que negativos, los jóvenes no son una excepción y, por números, matemática pura, tienen más recuerdos positivos acumulados que negativos (aunque también es cierto que se recuerdan más los episodios más extremos o poco usuales, ya sean hechos negativos o positivos, contrarios a las expectativas). Dado que se recuerdan más los hechos extremos y hay más positivos que negativos, tendemos más --y los jóvenes también-- a recordar hechos positivos del pasado.

En fin, que parezca lo que parezca, nuestros jóvenes son felices, son listos y saben lo que quieren. Como padres deberíamos estar contentos con estas noticias, pero ¿lo estamos? ¿O nos importa más sostener que nuestros valores, ideales e ideas valen más que los suyos? ¿Nuestra experiencia les sirve de algo?

Podemos reflexionar sobre ello recordando cuándo y cómo desechamos los valores y prioridades de nuestros propios padres (porque lo hicimos también) con los que no queríamos vivir. Y pensar que nuestro miedo a que fracasen, o se estrellen, o lleven al mundo a su fin, o acaben metidos en el peor sitio donde se te ocurra fantasear no les ayudará. Presionados, no solo dejarán de escucharnos; también dejarán de hablar con nosotros, que es peor. Cuando la realidad es que estamos viviendo en una época de lo más interesante que establecerá nuevos modelos en casi todo porque nuestros jóvenes quieren que la cosa sea así.

No reniego de mi generación, ni mucho menos; mi mundo era otro, y por eso eran otras mis ideas. Pero estos chicos tienen muchísimo que enseñarnos, por lo menos a mí. De hecho, mis veinteañeras hijas ya me han enseñado una cuantas cosas de las importantes.

Y eso no significa que una buena bofetada a tiempo o una semana sin móvil haya dejado de ser útil para según qué casos. Faltaría más.




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