domingo, 25 de mayo de 2014

Infelicidad I: Culpa y placer, un equilibrio insano

Lo único que lamento es que nunca tendré tiempo
para leer todos los libros que quiero leer
Françoise Sagan


Por encima de casi todas las demás cosas amo leer.

Lo amo desde niña, desde siempre, desde antes de nacer, desde antes de morirme en otra vida, creo. Lo amo lujuriosamente, con gula, con pasión, con regodeo y ansiedad anticipatoria. Me proporciona felicidad extrema, me da la vida y nunca me decepciona (aunque al final los protagonistas no se casen o el asesino resulte ser mi personaje favorito de la historia :-D). Casualmente, es un placer solitario, al menos en mi caso.

Mujer leyendo (Fernando Botero)
No solo amo leer por las historias que me cuentan los libros y por cómo me las cuentan, sino también por la excitación que me produce descubrir cómo otros juntan magistralmente palabras o por la posibilidad de encontrar otro dios en esas incursiones de 24 ó 48 horas aferrada a un libro que me encantaría haber escrito yo. (Recuerdo aún con carne de pollo —como decían mis hijas cuando eran micos— mi descubrimiento de Joyce Carol Oates hace muchos años o de Amélie Nothomb no hace tantos.)

Pero hasta hace unos años necesitaba excusas para ello…  Ains.

Hay algo mágico en las lluvias torrenciales y las grandes nevadas. Te atrapan detrás de los cristales y te ves obligado a renunciar a cualquier actividad que requiera salir a la calle. Deja en suspenso la rutina diaria y no necesito excusa para quedarme acurrucada en el sofá con un buen libro, una manta de cuadros y un tazón de chocolate caliente. Me liberan de mi agenda y de mis planes. Y sobre todo que,  al ser fuerzas de la Naturaleza que nadie puede controlar las causantes de mi encierro, es la mejor excusa para evitar la culpa que se me echaba encima con cada maratón solitario de lectura apasionada.

Porque hasta hace unos años lo amaba con culpa y placer a partes casi iguales.

*   *   *   *   *

En ocasiones, el no hacer nada especial y, sencillamente, tumbarte a leer un libro que deseas con lujuria y pasión desde hace días, o por el simple deseo de pasar un día así, a algunos nos crea una vaga inquietud que acabé por identificar, hace ya años, como culpa.

¿Qué se supone que debería estar haciendo en lugar de disfrutar a lo bestia algo que amo por encima de casi cualquier cosa? ¿Es obligatorio estar siempre haciendo algo, sea lo que sea, diferente a lo que te da tanto placer? ¿O es que el placer solitario es más pecaminoso que el grupal aunque el grado de placer sea el mismo? ¿De dónde sale esa creencia?  ¿Por qué tanta felicidad queda algo empañada por una callada culpa sin identificar?

Otros grandes placeres míos no me producían ese sentimiento vago de no sé qué pero algo estoy haciendo mal por mucho que los disfrutara. Por ejemplo, cuando cocinaba para quince invitados; o mis hijas y yo leíamos por turnos  Manolito Gafotas —en voz alta— y nos reíamos tanto que casi me caía del columpio del jardín; o pintaba una menina dominatrix con medias de rejilla y látigo en ristre… ¿Por qué sólo leyendo? ¿Por qué, por qué?

Cuando en esos momentos me ganaba la culpa y, para compensar, decidía ir contra mi deseo y me ponía a hacer algo “útil” —como escribir, poner orden en casa (mi eterno reto), cocinar, hacer esa llamada al carpintero que llevo semanas retrasando por pereza, pintar ese cuadro que me han encargado y no remato— esa vaga inquietud se iba. Y ahora, meditado desde la distancia en el tiempo, todavía me subleva. ¿Por qué me fustigaba por pasar un rato, el que sea, con lo que más placer me producía? ¿Por qué tenía esa tendencia a equilibrar lo extremadamente placentero con algo de culpa o temor?

Decía Oscar Wilde que la ilusión es el primero de los placeres; otros dicen que es al revés, que el placer es la primera de todas la ilusiones. Me temo que ambas afirmaciones tienen sentido.
Al parecer, el placer verdadero y extremo es siempre solitario y promiscuo, y es precisamente su promiscuidad lo que lo hace más atractivo. La calidad de algo y las sensaciones que nos produce ese algo no se correlacionan obligatoriamente de forma objetiva (de hecho, casi nunca lo hacen).

Yo entro en éxtasis con un libro concreto, y mi amiga Luisa no puede entenderlo (le aburre leer cualquier cosa que no la instruya sobre nuevas tecnologías). A Carmen le apasiona Vermeer, y a mí me parece que La Joven de la Perla es muy mona (cuadro que conozco no por mis estudios de Arte sino porque me leí una novela sobre cómo se pintó para la discusión mensual de mi taller de lectura). ¿Deja de tener una calidad extrema la técnica de Vermeer porque a mí solo me parezca mono lo que pintó? Y a mi amiga Carmen, ¿le apasiona de verdad la técnica de Vermeer y el efecto de los pigmentos naturales mezclados con aceites de linaza, o le apasiona porque su obra se estudia en todas las facultades de Bellas Artes del mundo y sus cuadros habitan en grandes museos? ¿Amaría del mismo modo Carmen La Joven de la Perla si estuviese colgado en mi sala de estar y lo hubiera firmado yo? Tengo que preguntarle…

A veces, muy a menudo de hecho, el mundo (o un cuadro) no nos importa por la forma en que el mundo (o el cuadro) impacta nuestros sentidos sino por lo que pensamos que el mundo (o un cuadro) es. Para mí, los libros son el mundo todo, la razón de la existencia, seres animados (tienen su propia ánima, vida tan verdadera como la mía) y creo que quien no lee no tiene vida…

Según Paul Bloom (Descartes’ Baby) “un esencialismo siempre presente condiciona el placer”.  Ese esencialismo es la creencia generalizada de que todo tiene una realidad o naturaleza verdadera que no podemos observar directamente; y que es esa realidad escondida la que realmente importa. ¿Por qué lo que más nos atrae siempre es lo supuestamente inalcanzable?

De un cuadro importa quién lo pintó; de una historia importa si es real o ficticia; de un filete importa a qué animal se lo han quitado; si del sexo se trata, nos afecta enormemente quién pensamos que es realmente nuestro compañero de juegos… Parece obvio pero a menudo no somos conscientes de que, con frecuencia, le adjudicamos un enorme valor al placer —o se lo quitamos de un plumazo— basándonos únicamente en elementos extrínsecos. Y parece que de ahí la promiscuidad del placer. ¿Será que le achaco yo a los libros una vida que no tienen?

Todos los animales, humanos y no humanos, compartimos los mismos placeres: la comida, el agua y el sexo;  necesitamos descansar cuando estamos agotados y el afecto nos calma. Además, estos placeres básicos resultan ser también necesidades fundamentales para la supervivencia y la propagación de las especies. Todos estos placeres provienen de la selección natural y de otros procesos biológicos de evolución, necesarios para que los seres prosperen. A todos los animales nos gusta lo que la biología nos dice que debería gustarnos por nuestro bien.

En cuanto al resto de los placeres, compartimos pocos unas especies y otras. Por ejemplo, cuando nuestro perro obedece nuestras órdenes no le leemos un cuento a la hora de dormir o lo llevamos a la ópera;  en su lugar, le damos premios darwinianos: galletas de perros o un paseo extra y muchas palmaditas en el lomo.

Pero los humanos —y dicen que alguna otra especie— amamos también el placer de la lectura, la música, la pintura, los recuerdos sentimentales y la religión o espiritualidad. Al parecer, en el caso de los humanos los placeres no solo provienen de las necesidades biológicas sino que son producto de nuestra cultura. Estos placeres son solo humanos porque solo los humanos tienen culturas y éstas, sin duda, pueden formar nuestros placeres (cocinas típicas regionales, formas folklóricas de expresión propias, rituales sexuales concretos, etc.) nos diferencian a unos de otros aun siendo genéticamente iguales. (Tengo que hablar de esto con Encarna Nouvilas.)

¿Qué es entonces el placer y cuándo es supuestamente lícito? ¿Siempre, nunca, en compañía, en solitario? No conseguí una respuesta clara a estas preguntas nunca, así que me arremangué y valientemente tomé una decisión: no seguiría sintiéndome culpable por el hecho de pasar un día entero abrazada a un libro y a un tazón de chocolate caliente bajo una manta de cuadros, aunque el sol calentase ahí fuera y el carpintero esperase mi llamada. No, no me sentiría culpable solo porque ésa no fuera una necesidad básica para que mi especie se propague. ¿A ti te gusta la música y quieres pasarte tres días abrazado a un CD con tus 1.500 canciones favoritas? Hazlo sin empacho (siempre que eso no deje sin comer a tus hijos o a tu perro :-D).

Si la felicidad depende en gran medida de mi número de horas de lectura o de tu número de horas de música, y si lo que busco es mi felicidad, y si la felicidad es un camino y no una meta, dejaría que mi especie se propagase de otra forma y por otra vía. No criticaría cómo la propagan otros pero yo la propagaría como me diera la gana.

Cada uno a su manera lidia con sus demonios como puede, y yo los eliminé así de mi vida esta. Quizás tenga que pagar mi decisión en la próxima, pero ¿no dicen que la felicidad verdadera es vivir a tope el ahora, que el presente es el verdadero regalo de esta vida?


Pues ya veré cómo lidio con culpas y temores en la próxima.  Pasito a pasito se hace el caminito.

3 comentarios:

  1. Yo necesito más tiempo para leer, el escribir y picar un poco de todo me resta mucho tiempo, pero aun me acuerdo cuando no podía dejar de leer ese libro donde yo era la chica, la buena, la mala, la amada o no amada, en fin me encanta, pero otro vicio es el de escribir.... Besiños guapa :)

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  2. Sé de lo que hablas... :-D
    Besos pa ti también.

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  3. Ains, yo también lo amo/adoro/deseo por encima de casi todas las cosas y no puedo evitar pensar en todo lo que tengo que hacer cada vez que paso una página :-)

    Besos,
    Rakel

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