lunes, 22 de julio de 2013

Felicidad y Psicología Positiva: un buen tándem

La verdadera madurez llega cuando
tu reputación te importa CERO


Y siempre trae con ella una parte de tu felicidad.

Esa es la conclusión a la que llegamos ayer, con los pies encima de la mesa y un cigarro en la mano, mi amiga Idoia y yo después de una opípara comida compuesta básicamente de ensalada y helado de chocolate (este finde decidí que no comería nada que hubiese tenido cara). La frase es nuestra.

La conclusión a la que llegamos ayer tarde Idoia y yo es una conclusión importante; de hecho, es algo que todos sabemos aunque no siempre somos conscientes de saberlo. Caí en la cuenta mientras lo hablábamos, e intenté recordar cuándo supe que en mi caso ya había ocurrido. Me costó tiempo y conversación recordarlo, aunque no lo compartí con ella en ese momento [no debo ser todavía muy madura porque me dio apuro contárselo :) y mi excusa es que la conversación con Idoia estaba en un punto serio y la revelación de mi madurez se dió en una situación en extremo cómica].

A pesar de mi amor por llamar la atención desde que me sentí necesitada de hacerlo día y noche a raíz de mi incorporación a mi vida familiar nuclear a los ocho años, yo no sabía que ya era madura tan joven. Sabía que no tenía vergüenza, y que no me podía permitir tenerla, pero a esas edades no lo llamas madurez...

Por lo general, esos descubrimientos son personales pero no escandalosos ni fácilmente localizables. No parece que tu vida haya cambiado (aunque lo ha hecho, y mucho) porque no eres consciente de ese gran acontecimiento cuando ocurre. Pero un día, en un momento en el que lo que menos esperas es una revelación divina, ¡zas!, de repente actúas sin que te importe una mierda quién está mirando, sea conocido o no.

Esta conclusión es importante porque una de las cosas que con más frecuencia se interponen en nuestro camino a la felicidad es el qué dirán; y vivir de cara al balcón es frustrante y doloroso, pero sobre todo es inútil por lo imposible.

Pender de lo que otros piensan o dicen o esperan de ti es frustrante porque nunca cumples las expectativas ajenas (tú quieres hacerlo para que te tengan en alta estima) y, en caso de que alguna vez las cumplas, no será suficiente y los ajenos te exigirán más para darte el visto bueno. Es doloroso porque cuando no las cumples -casi nunca- te hacen saber implícita o explícitamente (y te quedas con la idea de) que no vales. Y sobre todo es inútil porque nunca cumplirás las expectativas ajenas por mucho que te esfuerces y, para cuando te des cuenta de eso, tampoco te quedarán muchas expectativas propias que cumplir. Y se te queda un vacío por dentro y una cara de tonto… Como diría la Faraona: “¿Y qué hago ahora toóh ese rato con lah manoh?”.

*   *   *   *   *

Mi ah-hah! momment, como lo llaman los americanos (nuestro “ajájá”) ocurrió en la esquina de la Gran Vía madrileña con la calle de la Montera, pegando a la barandilla del metro. Si hay un sitio en Madrid poco adecuado para pasar desapercibido es ése...

Un día soleado de otoño, contenta porque hacía ya semanas que no sentía miedo de nada. Tenía pinta de ir a ser un buen día.

Mi amiga Paloma y yo habíamos empezado ese curso la carrera de Teología, tema que nos atraía a ambas en igual medida pero por diferentes motivos. Como ya no éramos niñas, decidimos que teníamos derecho a hacer solo lo que nos apeteciera; así pues nos matriculamos solo en las asignaturas que nos sonaban bien y creíamos nos divertirían (Metafísica, Antropología filosófica y Cristología). ¿Que tardábamos veinte años a ese paso en terminar la carrera? Bueno, no pensábamos ejercer ni de cristólogas ni de metafísicas ni de antropólogas ni de filósofas... Al menos, profesionalmente. :-D

Ese día teníamos la intención honesta de acudir a nuestras clases en la Facultad anexa al Arzobispado, pero decidimos tomar un café antes. Nos encantaban nuestras clases, nuestros compañeros (el 90% seminaristas de 20 años y novicias o jóvenes monjas ya promesas), pero lo que más nos gustaba era escuchar al profesor Carlos Valverde, SJ, a pesar del hecho de que el primer día de clase nos echó abajo el Bachillerato entero (concretamente explicando el concepto real de “infinito”).

Pero ese sol al salir del metro, ese azul esplendoroso del cielo de Madrid (inigualable, digan lo que digan) y nuestra alegría por haber salido del túnel recientemente (ya habíamos entrado en el ataque de felicidad), todo ello junto, nos dejó a la puerta del metro pasmadas mirando hacia arriba, como si no lo hubiésemos visto nunca.

Nos quedamos así un rato que no debió de durar más de un minuto pero que, mientras duró, pareció una eternidad y menos de medio segundo, todo a la vez (otra ecuación de las que no cuadran). Un policía nos miró severamente mientras hacía ademán de que nos moviéramos y, entonces, todo estalló de la forma más tonta…

-¡¡¡Rosaaaaa, qué día es hoyyyy??? –me preguntó Paloma casi gritando

Yo no lo sabía, así que le pregunté al policía.

-28 de octubre, señoras –contestó el poli con cara de ajo.

Y Paloma se puso a reír excitadísima exclamando: “¡Rosa, es mi cumpleaños, es mi cumpleaños hoy!”, mientras corría pataleando sin moverse del sitio.

A la vez que Paloma seguía informando de fecha tan señalada muerta de risa, yo empecé también a pedalear braceando en el aire y gritando “¡¡¡¡Felicidades, Palo, felicidadessssss!!!!”.

El poli acercó la mano a la porra que le colgaba del cinto en un gesto de advertencia y dijo muy serio “Felicidades, señora”. La gente hizo corrillo a nuestro alrededor. En un intento de dar explicaciones, mientras seguíamos saltando y riendo, informamos a nuestro público del evento. Las personas que nos rodeaban empezaron a reír, felicitaron a Paloma y, a la vista del poli, se dispersaron. El poli se relajó.

Nos fuimos de allí la mar de contentas, cosa que celebramos haciendo pellas ese día. Cada equis metros nos parábamos y volvíamos a reír a carcajadas y a saltar en el sitio a la carrerilla. No podíamos parar de reír y nos atragantábamos al intentar ponernos serias. Nada, imposible dejar de reír. Yo no veía de los lagrimones que se acumulaban en el ojo; eran como un caño, nunca he tenido la vista tan nublada. Al final, tuvimos que dejarnos ir; ya se pasaría solo (¿o no?).

Muuuuuucho rato después nos tranquilizamos y nos paramos a tomar el café, en un  barecillo de la puerta del Sol, al lado de la zapatería Nuevos Guerrilleros. Me encantaba desde que era jovencita por sus sandwiches de tomate y huevo duro, bien pringados de mayonesa.

“¡Qué vergüenza!”, dijo Paloma mientras nos traían el café. Yo miré sorprendida su sonrisa de oreja a oreja y le pregunté si realmente le daba vergüenza lo que había pasado. Me dijo, muerta de risa, que ni un poco; es más, que le había puesto como una moto tener a tanta gente alrededor mirando y felicitándola. “Incluso el policía tuvo su gracia, ¿eh?”, me dijo.

-Pero -reflexionó mientras sorbía el café minutos más tarde-, ¿no debería darnos vergüenza?

-¿El quéeeee?

-Ya sabes, ese escándalo, con mi edad, en mitad de la calle, ese corrillo de gente felicitándome...

-¿Debería?

-No, supongo que algo que disfrutas tanto no es motivo de vergüenza -contestó un poco más tarde, aún dudando-... ¿Verdad?.

Temí que sus dudas echaran a perder el rato que estábamos pasando, así que para que no se sintiera sola en su (posible) vergüenza me eché un twist allí mismo en el bar y se le acabaron todas las dudas. Volvimos a atragantarnos de risa, esta vez poniéndonos perdidas las pecheras de café con leche. Por si le faltaba el punto a la i...

Horas más tarde, cuando revivía y re-disfrutaba la mañana, me llamó la atención el hecho de que Paloma dejara de tener dudas acerca de la legitimidad de su explosión en el momento en que se sintió acompañada en su "vergonzosa" felicidad. :-D

Y es que la felicidad debe ser compartida pues tiene alma gemela, como decía el romantiquísimo poeta inglés, Lord Byron (Londres, 1788 – Missolonghi, 1824). Llevaba toda la razón. Cuando la felicidad te desborda no tiene suficiente contigo; no puede evitar expandirse y espurrearse a tu alrededor. Y eso siempre es muy divertido (cuando aceptas el hecho de que no puedes controlarlo).


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Por lo general, los occidentales (y ya muchos orientales) adscriben el éxito a la acumulación de bienes materiales en forma de cuentas bancarias gordísimas, casas que hacen flipar al resto de la especie humana, ropas de marca y joyas que pesan quintales de oro, cuadros de precios ridículamente altos e ir a misa de doce (la más concurrida) con un visón -afeitado- hasta los pies.

En realidad, y bajo ese punto de vista, si no hubiese testigos de ese éxito, no habría tal éxito. Si no te aplaudieran, no serías. Si no te envidiaran, no existirías, no tendrías reputación. Y no tener reputación, buena o mala, es lo que te dejaría sin existencia. Mi madre siempre decía que había que dejar que los demás hablaran de ti, aunque fuera bien. Era bastante lapidaria en su ironía...

Pero está ya comprobado que ese tipo de éxito no da la felicidad. Es cierto que la aumenta momentáneamente en parte (y solo si te importa mucho el qué dirán), pero no la hace duradera ni más real. Del mismo modo que la ruina económica o la pérdida de un ser querido no tiene el poder de robarte la felicidad de forma permanente (aunque a veces pensemos que sí).

Como seres humanos poseemos una cualidad inherente a nuestra especie que psicólogos y economistas de todo el planeta llaman adaptación hedónica, es decir, la capacidad implícita que tenemos de buscar instintivamente el bienestar en todo momento, incluidos aquéllos de crisis ruinosas, loterías millonarias o tremendas pérdidas personales.

Esa capacidad que tenemos de adaptación a los grandes cambios de la vida quizás explicaría, más o menos científicamente, el hecho de que las fuertes emociones que generan la extrema excitación de la victoria o la terrible agonía del siniestro total acaban por aflojar con el tiempo. Somos capaces de superar, en la misma medida, la pérdida del ser más cercano a nosotros como que nos toque el gordo de la lotería… si no hacemos nada contra natura para impedirlo (pensamiento circular, por ejemplo). De hecho, al año de un acontecimiento bestia (bueno o malo), el humano medio vuelve a su estado de felicidad previo, si no hace nada para mejorarlo o empeorarlo.

Aunque es cierto y comprobable que cualquier hecho de este tipo y envergadura te cambia la vida drásticamente y para siempre en un minuto, es nuestra resistencia o aceptación positiva (que no resignación) ante el acontecimiento la que hace que estos cambios sean para bien o para mal.

Ya sé que soy muy pesada con esto, pero no me cansaré de repetirlo… (y por si no has leído los artículos anteriores del blog).

Volvemos al punto de inicio de todo: lo que inclina la balanza hacia un lado u otro es nuestra actitud.

Aunque ahora se sabe que tenemos una ayuda extra y podemos aprovecharla: nuestra tendencia natural hacia el bienestar. Y para los incrédulos y escépticos, que sepan que son conclusiones de estudios importantes llevados a cabo científicamente por psicólogos en universidades de todo el mundo (aunque más en EE.UU., como siempre).

Son estudiosos y practicantes de la llamada Psicología Positiva, y tienen muy poco en común con el Dr. Freud quien, como todos sabemos, basó sus teorías en el pene masculino y la frustración de la mujer por no tener uno. Por no hablar de sus teorías sobre los sueños.

Tengo que preguntarle a mi amiga psicóloga, Encarna Nouvilas, que qué piensa de Freud, que no hemos hablado de eso.

Yo creo que está muy demodé el hombre, aunque tengo la esperanza de que, antes de morir, descubriera que un puro podía ser solo un puro y ya está…

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