jueves, 25 de julio de 2013

La estructura molecular de nuestra felicidad

Nacida en Notting Hill, Londres, en 1920, Rosalind Elsie Franklin fue famosa por sus trabajos de investigación, que ayudaron al mejor entendimiento de la estructura del ADN, ARN, los virus, el carbón y el grafito. Aparentemente, estos asuntos no parecen tener nada que ver unos con otros, como tantas otras ecuaciones, pero lo tienen.

En el ADN es donde se encuentra la clave de la transmisión genética (Getty Images/Archivo).
Desde temprana edad, Rosalind (tuteo a los científicos famosos; me gusta) mostró un interés poco habitual para una chica, en su época, por la ciencia obteniendo notabilísimos resultados en sus estudios previos a la universidad en matemáticas, ciencias y lenguas extranjeras. Cuando terminó su carrera de Ciencias en la Universidad de Cambridge hablaba alemán, italiano y francés y, ya especializada en Cristalografía de Rayos-X, fue premiada con una beca de investigación con el (en su época) famoso científico R.G. Norrish del Instituto Nacional del Cáncer. Después de este período, siguió con Norrish, como asistente de investigación, en la Asociación Británica para el Estudio de la Utilización del Carbón (¡toma ya!). Y ahí es donde puedes ver lo que tienen en común el carbón y el ADN: y es que ambos (así como los virus y el grafito) tienen estructura helicoidal (con forma de hélice, or casi), ¿qué te parece? Pues Rosalind estudiaba eso.

En 1951, con 31 añitos, entró como investigadora en el londinense -y famoso- King´s College, trabajando para John Randall con fibra de ADN y difracción experimental (la difracción es la dispersión de un rayo de luz cuando colisiona con un obstáculo como por ejemplo otro rayo, un cuerpo opaco o una abertura estrecha).

Rosalind compartía el interés en el estudio del ADN con otro joven investigador del laboratorio, Maurice Wilkins (futuro Premio Nobel), aunque cada uno lideraba su propio equipo y proyectos. Aunque el mundillo universitario británico por aquella época no daba la bienvenida a las mujeres, Randall insistió en el proyecto del ADN y en utilizar los conocimientos de Rosalind Franklin como cristalógrafa de rayos-X para poder ver diferentes imágenes de la estructura del ADN.

Y, efectivamente, sus imágenes de la difracción de rayos-X de la molécula del ADN llevó al mundo científico a un mejor entendimiento de su estructura.

Fue su trabajo el que confirmó que el ADN tiene estructura helicoidal (hipótesis que ella ya había propuesto hacía dos años y que nunca le reconocieron), fue ella quien localizó los grupos del fosfato en el ADN y la que demostró que su columna vertebral (la del ADN, no la de ella) era exterior (si la nuestra fuera así, tendríamos el esqueleto por fuera y las carnes por dentro, ¡qué sexy!).

Cuando le quedaba solo una pieza final del jeroglífico de la estructura completa del ADN, dos frescos competidores, un tal James Watson y un tal Francis Crick, lo resolvieron en el último instante. ¿Y cómo pudo ser, dios míoooooo?

Cinco años después de que estos caraduras se adjudicasen la autoría del descubrimiento total de la estructura de la molécula del ADN y se llevasen el Premio Nobel en 1953, Rosalind Franklin murió de un cáncer de ovarios mientras lideraba la investigación sobre el virus de la polio.

Pero el tiempo todo lo desvela y lo pone en su sitio, nadie se va sin cobrar lo que le deben ni pagar sus deudas, y ahora se sabe que esos tres asquerosos se llevaron el Premio Nobel, sí, pero gracias a que Maurice Wilkins les pasó las imágenes de rayos-X de mi  Rosalind (ellos ni siquiera eran cristalógrafos, vaya nenazas) a cambio de aparecer como co-autor del descubrimiento, compartiendo el Nobel de 1953 con Watson y Crick. ¡Menudo trío!

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No sé si la estructura del ADN de nuestra felicidad es helicoidal o no, y no sé si tiene fosfatos como el jamón de York o grafito como los lápices; pero que tiene esqueleto y que podemos construirlo fuerte y mantener su columna vertebral imbatible, sí es cierto.

Al principio de mi proyecto, cuando tímidamente tanteaba a la gente para ver si estaba o no dispuesta a hablar de un tema tan personal y tan extravagante como la felicidad, me sorprendía cuando, de inmediato, las personas se abrían y me daban su opinión sobre el tema. Y si les daba un poco más de cuartelillo incluso me contaban experiencias y revelaciones personales que atesoraban como oro en paño. Ahora ya no soy tímida abordando el tema, pues he descubierto que todos, absolutamente todos, estamos apasionados por él, y cuando compartes con alguien tus teorías e inquietudes es cuando más frecuentemente descubres nuevas maneras y nuevas fortalezas que a lo mejor no habías descubierto en ti.

Ayer, desayunando con mi amiga Matilde, salió ¡cómo no!, el tema de la felicidad y descubrimos su columna vertebral y la forma de mantenerla recta y ejercitada. ¡Eso sí que fue una revelación!

La doctora Matilde Tricarico es médico pediatra y escritora también, y nos conocimos hace años por nuestro común amor a los libros. Nacida en Nápoles (pero ella no es de la Camorra, que conste), esta italiana se enamoró de un español y aquí la tenemos viviendo desde hace la tira de años. Está tan españolizada que me decía que ya no le sale escribir en italiano, que solo le sale escribir en español.

Matilde tenía tantas ganas de hablar y de escuchar como yo. Curiosamente, no nos interrumpimos en ningún momento. Cuando estás tan interesado en el tema que quieres saber todo lo que sabe el otro, no intentas imponer tus teorías (una de mis actividades favoritas) sino que te abres a otras. Ninguna sobre este tema puede ser desdeñada y, fuera de las drogas de diseño y el asesinato, todo lo que puedas probar buscando que tu felicidad sea consistente es digno de ello. E incluso esas dos teorías extremas tienen sus partidarios, todos lo sabemos…

Me contaba Matilde que su gran revelación había sido que ponerse en el primer lugar de su vida, antes que todo y todos los demás, era su fundamento de felicidad. Y que había sido hacía poco, en una situación casi límite.

Después de un terrible período de sufrimiento imposible y de llegar a increíbles niveles de infelicidad, en un momento dado, vió que “no pasaba nada”. Y eso, dice, ha cambiado su vida y la ha vuelto del revés… para bien y para siempre. Ha entendido que no es responsable emocionalmente –ni de ningún otro modo- de nadie más que de ella misma, y eso le ha encendido todas las bombillas. ¡Que está como iluminada, vaya!

Llegamos a la conclusión importante de que la columna vertebral de la felicidad es, precisamente, ponerte el primero de la cola en tu vida. Siempre he predicado el egoísmo con el ejemplo, y aunque mis hijas no han terminado de aprenderlo al ciento por ciento, tengo grandes esperanzas puestas en ellas.  No cejaré en mi empeño jamás.

Porque si no eres el primero en tu vida, siempre serás el último. En esto de la vida propia no hay lugares intermedios; no existe el segundo ni el quinto lugar, solo el primero y el último.

No entiendo bien esa fórmula de felicidad en forma de instrucción, tan famosa, de “Ámate a ti mismo”. Puede significar cualquier cosa, es tan poco concreta… Es igual que la de ama a tu prójimo como a ti mismo: farfolla pura, paja de relleno, gran frase vacía. Supongo que contiene –o quiere contener- lo que no se sabe verbalizar de otra manera, y es muy confuso. Dicho así, parece que no eres capaz de hacer algo fundamental, cuestión de vida o muerte (las tuyas), clave de tu felicidad.

Yo no sé si me amo a mi misma o no, y tampoco sé si Matilde lo hace (o si tampoco sabe ni lo que es, como yo). Pero sabemos algo con toda seguridad, que nos hace sentirnos profundamente satisfechas:

Sentimos activamente un respeto inquebrantable por nuestra persona, nuestras opiniones, por lo que hacemos, por nuestras intenciones, deseos y decisiones. Y sentimos un respeto profundo por el resto de las personas, opinen o no como nostras. 

Cometeremos errores de cálculo, indudablemente, pero el que no prueba no gana (se queda quieto-paráoh, como dicen en mi tierra, y tampoco pierde, es cierto. ¿O sí?). Y ni uno ni mil fallos desmerecen nuestra vida, en ningún sentido, ni un solo gramo. Aunque no descubramos la bombilla ni la estructura molecular del grafito, nuestra vida, como la de cualquiera, tiene un valor incalculable, se lo veamos o no. Y nada conseguirá que  nos convirtamos en voyeuses de nuestra propia vida o de nuestro entorno para no arriesgarnos a meter la pata.

Esto tiene mucho que ver con lo que descubrimos el otro día Idoia y  yo: a pesar de lo que digan otros, sus consejos y buenas intenciones (de las que no dudo), yo sé mejor que nadie lo que es bueno para mí. No siempre fue así, pero ahora lo es por decisión propia; y de forma irrevocable. Es posible que en muchos casos coincida mi opinión con uno de los consejos que me dan, solicitados o no, pero la decisión final es mía. La autoridad sobre nuestra propia vida la tenemos nosotros, y así es como debe ser. Ejerzámosla.

Por supuesto, es muy agradable que te quieran (aumenta, de hecho, tu índice de felicidad… si ya tienes uno), aprecien tu trabajo, sea remunerado o no, alaben tu gusto en decoración o aprecien lo cómodo que es charlar en tu jardín. Pero como comentábamos ayer Matilde y yo: no podemos gustar a todos. De la misma manera que no todos nos gustan a nosotros, que es la parte de esta ecuación que siempre se nos olvida. Para gustos, los colores. Y, además, los gustos también cambian con el tiempo; y eso también está bien. No hay que ser inflexible… :-D

Esa decisión de ser egoísta, junto con la de que no te puedes volver a permitir ser infeliz, es la columna vertebral de la felicidad. Una vez sostenidos por una buena columna, buscaremos momentos y actividades, personas y pasiones que la mantengan erguida. Para unos será su trabajo, para otros actividades de voluntariado, para los de más allá viajar todo lo que su dinero les de, para los de acullá contemplar a sus nietos o una puesta de sol; y para la mayoría, una mezcla de todo lo anterior y muchas cosas más, incluídos deportes, salidas con amigos, lecturas, baile…

Una vez bien armada la columna que garantizará una perfecta base feliz en nuestra vida, procederemos a armar el resto del esqueleto.

Y luego, haremos todo lo que se nos ocurra para que la felicidad pase a formar parte de nuestro ADN de forma irrevocable, como ahora lo es el miedo o el factor RH.


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