El tío que asó la manteca, la pata, el coco y dormir
en casa de mi abuela Lola con mi tía-abuela Joaquina en un dormitorio de
muebles de madera negra tallada en florituras rococó a tope (incluido un espejo
oval que se inclinaba hacia mí cada vez que pasaba por delante de él
corriendo), ayudó mucho a que desde muy pequeña me asustara casi todo lo
terrenal. Luego vinieron las monjas e hicieron su parte. Explicando con todo
detalle y color el ojo de Dios que todo lo ve y el infierno, remataron la
faena. A los diez años, además de miedo a casi todo lo visible también tenía
miedo a todo lo que no se ve. Eso y que cada vez que nacía un hermano me
mandaban fuera de casa, me hicieron entrar muy prontísimo en contacto con mi
lado oscuro y me volví violentamente rebelde, anque claro, solo me atrevía con
mi madre...
A los siete años, después de vivir unos años con mis
abuelos maternos, me incorporé definitivamente a mi familia. Pasé de ser nieta
y sobrina única en una casa donde se me reía cada gracia —aunque no la tuviera—,
me enseñaban a bailar el twist y el jarabe tapatío, y se me concedía cada deseo (mientras me
miraban crecer como quien observa abrirse la más bella flor) a ser una de
tantos en una casa llena de niños desconocidos con los que tenía que pelear por
hacerme un hueco. Además de dos chicas de servicio que se quedaban a cuidarnos
cuando mis padres viajaban (y metían a los novios en casa y me amenazaban con
matarme si decía algo a mi madre, además). Estas dos perlas estarían tiempo
después implicadas en el sonadísimo crimen de la tinaja, novelesco total. Por
no hablar de las continuas visitas y alegres cenas con amigos de mis padres (de
todo pelaje).
Total que, entre unas cosas y otras, se me alineaban
poco a poco todos los planetas para tener una infancia perra, llena de miedos y
competencia por la atención de mis padres.
Por fortuna, se me habían concedido dos dones
inapreciables: el optimismo ciego y la capacidad absoluta de evadirme de la
realidad, dones que aún conservo hoy. Dibujaba y escribía historias desde los
seis años y descubrí los libros y las vidas que se contaban en ellos, y eso me
ayudó a sobrellevar el destronamiento.
En mi reincorporación a mi familia nuclear cogí
miedo a dormir a oscuras y mi madre me dejaba leer en la cama hasta que caía
muerta, siempre el mismo libro: Platero y yo, que hoy odio. La historia de ese
burro peludo de orejas en pico me daba tanto sueño que caía rendida antes de lo
que temía. Todavía hoy, si me preguntas muy deprisa quién era Juan Ramón
Jiménez te contesto sin pensar que un Nobel de Física. Creo que lo confundo con
Ramón y Cajal, que también es una calle que está cerca de mi casa…
Lo cierto es que, a pesar de todo, tengo un recuerdo
de infancia felicísimo, como si nunca hubiera tenido miedo al coco, los
fantasmas o el mandril de Ciencias Naturales (¡qué feo, por dios!).
La convivencia con mis hermanos, a pesar de mis
celos y de mi incomprensión absoluta del concepto de compartir sirvió, de todos
modos, para que el miedo fuese menos. Había tanto lío siempre que supongo no
creía que cupiese en la casa ningún fantasma más.
A los 18 años, mi mejor amiga del colegio se hizo azafata
de Iberia, y a mí esa aventura me parecía la bomba. Así que me presenté y
suspendí (yo era de francés, no había empezado con el inglés). Pero me presenté
a Aviaco y… ¡tachán!... aprobé. Entré en shock y esperé —acojonada— a tener una
idea de lo que era la vida de una
azafata, aparte de un uniforme ideal y llevar moño y zapatos salón todo el día.
Enseguida me comunicaron que me destacaban a Palma de Mallorca. Antes de saber
nada más sobre el azafateo, renuncié. ¿Vivir otra vez lejos de mi familia? ¿Y
sola? Ni hablar.
Nunca le conté esto a mi familia, solo lo supieron
dos amigas. :-D
Cuando nació mi hija mayor mi madre llevaba muerta
muchos años, así que no podía saber que un recién nacido no se tira de la cuna.
Y ahora mi única preocupación era: ¿cómo se ducha una mientras la niña está
sola? Me fui quince días a casa de mis suegros, que se convirtieron en treinta.
Allí no solo estaban mis suegros sino mis cuñados, todos aún sin casar por
suerte para mi, y deseosos de cuidar a mi hija.
Al volver de nuevo a mi casa, la niña ya se movía en
la cuna un poco. Peor todavía, ahora el
peligro era real: ¿se tiraría a posta buscándome?. Llamaba a mi hermana pequeña
que vivía al lado y le decía: “¿Puedes pasar un momento que voy a hacer caca?”.
Porque, claro, además de la ducha hay otros muchos momentos que tienes que
hacer cosas en las que un recién nacido no está incluido. Tampoco me atrevía a
subir las escaleras con ella en brazos, así que esperaba a que llegase mi
marido de trabajar a las tantas y nos subiera a ambas (hay reportaje gráfico de
las dos dormidas en el sofá esperando a que llegase papá). A veces me he
preguntado, ¿qué sentiría aquel hombre al llegar agotado a las dos o las tres
de la mañana y encontrarse con ese cuadro? Y tener humor, además, para hacernos
fotos… Hercúleo.
Como ser madre lo hacía tan mal, intenté compensarlo
haciendo otras cosas rebién. Me empecé a fijar en qué criticaba mi marido e
intentaba ser lo que yo creía que él quería que fuera (¿por qué se casó
conmigo?). Pero nunca pensamos igual acerca de nada, así que no atinaba. A mí
me habían dejado hacer lo que me daba la gana casi toda la vida y ahora me veía
atada a una persona que nunca lo había hecho. Irreconciliable asunto.
Pero lo intenté, de verdad. Dejé de escucharme y
empecé a escuchar el ruido de fuera esperando encontrar respuestas que nunca llegaban.
Por mucho que intentaba ser lo que no era, no lo conseguía. Bueno, a veces sí,
pero me costaba un horror; era como ir cuesta arriba con un pedrolo de mil
kilos a la espalda. Y cuando no hacía lo correcto me castigaban con quince días
de silencio absoluto. Pero, ¿cómo podía estar alguien quince días sin decir ni mu
a la persona con la que vive? Para mí era inexplicable y durante los castigos
me moría de aburrimiento, con lo que yo hablo. ¡Qué trabajera era estar casada!
Siempre digo que la única explicación al extraordinario hecho de tener un
noviazgo (seis años que recuerdo divertidísimos y satisfactorios en todos los
sentidos) y luego llegar a casarnos sin tener nada en común es que las dos
hijas que tenemos habían de venir a este mundo fuera como fuera, y a Dios no se
le ocurrió mejor forma en ese momento… (Ahora
creo que él pensaba lo mismo porque hace poco me contó una amiga que, a la
salida de la iglesia donde nos habíamos prometido hacernos la vida imposible hasta
que la muerte nos separe, se le había acercado mi ya marido para decirle: “Bueno,
¡ya lo habéis conseguido!”. Como si hubiera sido un plan estratégico a veinte
manos para cazarlo. Mare mía, qué cabezas teníamos entonces…)
A los cuatro meses del nacimiento de mi hija volví a
mi puesto de trabajo, y descansé. Siempre me alegraba mucho ver a mi jefe (me
reía horrores con él), pero en aquella ocasión fue la que más. Le di un abrazo
y un beso. Él también se alegró mucho de recuperarme; la sustituta que le había
dejado durante mi baja no era su favorita.
Así que yo volvía a ser persona en vez de trapo
temblón. Genial. Ya solo tenía miedo cuando estaba en casa. Me transformaba,
esa es la verdad. Seguro que sufría de doble personalidad.
Cuando nació mi segunda hija, tres años después, mi
miedo se multiplicó por dos. Si no era capaz de cuidar a una, ¿qué iba a ser de
esta criatura? La llevé a la guardería en cuanto me pareció decente (muy
pronto). Las tardes con las dos en casa y tanto peligro (la mayor quiere coger
en brazos a la pequeña, la pequeña adora que su hermana la coja, las dos
pudiendo caerse y romperse la cabeza contra el pico de la mesa, o rodar por las
escaleras de mármol…) eran un horror. El miedo aumentaba por días. Si el lunes
tenía miedo el miércoles era terror y para el viernes mis nervios estaban desatados.
El fin de semana se aliviaba la cosa un poco, ya que estaba mi marido en casa
y, por supuesto, él sí era capaz de cuidar a las niñas. Pero el lunes por la
tarde, todo volvía a empezar.
Y lo peor de todo seguía siendo que yo ya no me oía.
Aunque no del todo bien, después de mucha prueba y
error, encontrar a la wonder woman fue un hito en mi vida. Me sentía otra y
todo era un poco mejor. Con esta mujer en casa, poco a poco estaba llegando a
la conclusión de que ya no se me pondría nada por delante.
Por eso, esa maldita tarde me pilló de sorpresa. Inexplicablemente
y de repente (¡que cacofonía!), todo se me vino abajo y me cayó en la cabeza. Me
quedé sin aliento, aterrada y sin saber qué hacer.
Pero, ¿qué era ese terror repentino, con jadeos y
falta de aire, taquicardia y necesidad de ponerme a correr hacia donde fuera?
Pues nada, un ataque de pánico, lo llaman.
En un intento de controlarme —vana esperanza, no pude—
en vez de tirar la copa contra la pared y salir corriendo, la dejé con mano
temblona en la mesa y me puse de pie. También me temblaban las piernas, sabía
que algo horripilante estaba a punto de ocurrirme y que, además, era
inevitable. El corazón me latía a mil; yo, que no sudo, sudaba a mares; el
agujero de mi estómago ocupaba el mundo entero y el dolor de cabeza tenía forma
de línea recta kilométrica que iba de la nuca a la mitad del entrecejo, partiendo
por la mitad todo lo que tocaba en su camino.
Salí corriendo como pedía a voces mi cuerpo y me
encontré en el jardín común a mi hermano menor (que supongo que se llevaría un
susto de muerte). Cuando balbuceando le
conté lo que me pasaba me dijo que no me preocupara, que no era un derrame
cerebral, que para eso hacían falta dolores de cabeza tan fuertes que no te
dejan echar a correr, que quizás fuese una subida de tensión. Me acompañó a la
farmacia más cercana y el pulso lo tenía a mil pero la tensión tan baja como
siempre.
Falsa alarma, no moriría como mi madre de un derrame
cerebral. No al menos en ese instante como había creído.
Me pasé el resto del día temblando y acojonada, en
un rincón del salón, sin atreverme a levantarme ni a por un vaso de agua.
Todo había cambiado otra vez, pero para peor todavía…
(Bueno, la verdad es que según se mire).
:) :) :)
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