viernes, 10 de mayo de 2013

Y ahora ya nada es iguaaaaaaaal...


El tío que asó la manteca, la pata, el coco y dormir en casa de mi abuela Lola con mi tía-abuela Joaquina en un dormitorio de muebles de madera negra tallada en florituras rococó a tope (incluido un espejo oval que se inclinaba hacia mí cada vez que pasaba por delante de él corriendo), ayudó mucho a que desde muy pequeña me asustara casi todo lo terrenal. Luego vinieron las monjas e hicieron su parte. Explicando con todo detalle y color el ojo de Dios que todo lo ve y el infierno, remataron la faena. A los diez años, además de miedo a casi todo lo visible también tenía miedo a todo lo que no se ve. Eso y que cada vez que nacía un hermano me mandaban fuera de casa, me hicieron entrar muy prontísimo en contacto con mi lado oscuro y me volví violentamente rebelde, anque claro, solo me atrevía con mi madre...

A los siete años, después de vivir unos años con mis abuelos maternos, me incorporé definitivamente a mi familia. Pasé de ser nieta y sobrina única en una casa donde se me reía cada gracia —aunque no la tuviera—, me enseñaban a bailar el twist y el jarabe tapatío,  y se me concedía cada deseo (mientras me miraban crecer como quien observa abrirse la más bella flor) a ser una de tantos en una casa llena de niños desconocidos con los que tenía que pelear por hacerme un hueco. Además de dos chicas de servicio que se quedaban a cuidarnos cuando mis padres viajaban (y metían a los novios en casa y me amenazaban con matarme si decía algo a mi madre, además). Estas dos perlas estarían tiempo después implicadas en el sonadísimo crimen de la tinaja, novelesco total. Por no hablar de las continuas visitas y alegres cenas con amigos de mis padres (de todo pelaje).

Total que, entre unas cosas y otras, se me alineaban poco a poco todos los planetas para tener una infancia perra, llena de miedos y competencia por la atención de mis padres.

Por fortuna, se me habían concedido dos dones inapreciables: el optimismo ciego y la capacidad absoluta de evadirme de la realidad, dones que aún conservo hoy. Dibujaba y escribía historias desde los seis años y descubrí los libros y las vidas que se contaban en ellos, y eso me ayudó a sobrellevar el destronamiento.

En mi reincorporación a mi familia nuclear cogí miedo a dormir a oscuras y mi madre me dejaba leer en la cama hasta que caía muerta, siempre el mismo libro: Platero y yo, que hoy odio. La historia de ese burro peludo de orejas en pico me daba tanto sueño que caía rendida antes de lo que temía. Todavía hoy, si me preguntas muy deprisa quién era Juan Ramón Jiménez te contesto sin pensar que un Nobel de Física. Creo que lo confundo con Ramón y Cajal, que también es una calle que está cerca de mi casa…

Lo cierto es que, a pesar de todo, tengo un recuerdo de infancia felicísimo, como si nunca hubiera tenido miedo al coco, los fantasmas o el mandril de Ciencias Naturales (¡qué feo, por dios!).

La convivencia con mis hermanos, a pesar de mis celos y de mi incomprensión absoluta del concepto de compartir sirvió, de todos modos, para que el miedo fuese menos. Había tanto lío siempre que supongo no creía que cupiese en la casa ningún fantasma más.

A los 18 años, mi mejor amiga del colegio se hizo azafata de Iberia, y a mí esa aventura me parecía la bomba. Así que me presenté y suspendí (yo era de francés, no había empezado con el inglés). Pero me presenté a Aviaco y… ¡tachán!... aprobé. Entré en shock y esperé —acojonada— a tener una idea de lo que era la  vida de una azafata, aparte de un uniforme ideal y llevar moño y zapatos salón todo el día. Enseguida me comunicaron que me destacaban a Palma de Mallorca. Antes de saber nada más sobre el azafateo, renuncié. ¿Vivir otra vez lejos de mi familia? ¿Y sola? Ni hablar.

Nunca le conté esto a mi familia, solo lo supieron dos amigas. :-D

Cuando nació mi hija mayor mi madre llevaba muerta muchos años, así que no podía saber que un recién nacido no se tira de la cuna. Y ahora mi única preocupación era: ¿cómo se ducha una mientras la niña está sola? Me fui quince días a casa de mis suegros, que se convirtieron en treinta. Allí no solo estaban mis suegros sino mis cuñados, todos aún sin casar por suerte para mi, y deseosos de cuidar a mi hija.

Al volver de nuevo a mi casa, la niña ya se movía en la cuna un  poco. Peor todavía, ahora el peligro era real: ¿se tiraría a posta buscándome?. Llamaba a mi hermana pequeña que vivía al lado y le decía: “¿Puedes pasar un momento que voy a hacer caca?”. Porque, claro, además de la ducha hay otros muchos momentos que tienes que hacer cosas en las que un recién nacido no está incluido. Tampoco me atrevía a subir las escaleras con ella en brazos, así que esperaba a que llegase mi marido de trabajar a las tantas y nos subiera a ambas (hay reportaje gráfico de las dos dormidas en el sofá esperando a que llegase papá). A veces me he preguntado, ¿qué sentiría aquel hombre al llegar agotado a las dos o las tres de la mañana y encontrarse con ese cuadro? Y tener humor, además, para hacernos fotos… Hercúleo.

Como ser madre lo hacía tan mal, intenté compensarlo haciendo otras cosas rebién. Me empecé a fijar en qué criticaba mi marido e intentaba ser lo que yo creía que él quería que fuera (¿por qué se casó conmigo?). Pero nunca pensamos igual acerca de nada, así que no atinaba. A mí me habían dejado hacer lo que me daba la gana casi toda la vida y ahora me veía atada a una persona que nunca lo había hecho. Irreconciliable asunto.

Pero lo intenté, de verdad. Dejé de escucharme y empecé a escuchar el ruido de fuera esperando encontrar respuestas que nunca llegaban. Por mucho que intentaba ser lo que no era, no lo conseguía. Bueno, a veces sí, pero me costaba un horror; era como ir cuesta arriba con un pedrolo de mil kilos a la espalda. Y cuando no hacía lo correcto me castigaban con quince días de silencio absoluto. Pero, ¿cómo podía estar alguien quince días sin decir ni mu a la persona con la que vive? Para mí era inexplicable y durante los castigos me moría de aburrimiento, con lo que yo hablo. ¡Qué trabajera era estar casada! Siempre digo que la única explicación al extraordinario hecho de tener un noviazgo (seis años que recuerdo divertidísimos y satisfactorios en todos los sentidos) y luego llegar a casarnos sin tener nada en común es que las dos hijas que tenemos habían de venir a este mundo fuera como fuera, y a Dios no se le ocurrió mejor forma en ese momento…  (Ahora creo que él pensaba lo mismo porque hace poco me contó una amiga que, a la salida de la iglesia donde nos habíamos prometido hacernos la vida imposible hasta que la muerte nos separe, se le había acercado mi ya marido para decirle: “Bueno, ¡ya lo habéis conseguido!”. Como si hubiera sido un plan estratégico a veinte manos para cazarlo. Mare mía, qué cabezas teníamos entonces…)

A los cuatro meses del nacimiento de mi hija volví a mi puesto de trabajo, y descansé. Siempre me alegraba mucho ver a mi jefe (me reía horrores con él), pero en aquella ocasión fue la que más. Le di un abrazo y un beso. Él también se alegró mucho de recuperarme; la sustituta que le había dejado durante mi baja no era su favorita.

Así que yo volvía a ser persona en vez de trapo temblón. Genial. Ya solo tenía miedo cuando estaba en casa. Me transformaba, esa es la verdad. Seguro que sufría de doble personalidad.

Cuando nació mi segunda hija, tres años después, mi miedo se multiplicó por dos. Si no era capaz de cuidar a una, ¿qué iba a ser de esta criatura? La llevé a la guardería en cuanto me pareció decente (muy pronto). Las tardes con las dos en casa y tanto peligro (la mayor quiere coger en brazos a la pequeña, la pequeña adora que su hermana la coja, las dos pudiendo caerse y romperse la cabeza contra el pico de la mesa, o rodar por las escaleras de mármol…) eran un horror.  El miedo aumentaba por días. Si el lunes tenía miedo el miércoles era terror y para el viernes mis nervios estaban desatados. El fin de semana se aliviaba la cosa un poco, ya que estaba mi marido en casa y, por supuesto, él sí era capaz de cuidar a las niñas. Pero el lunes por la tarde, todo volvía a empezar.

Y lo peor de todo seguía siendo que yo ya no me oía.

Aunque no del todo bien, después de mucha prueba y error, encontrar a la wonder woman fue un hito en mi vida. Me sentía otra y todo era un poco mejor. Con esta mujer en casa, poco a poco estaba llegando a la conclusión de que ya no se me pondría nada por delante.

Por eso, esa maldita tarde me pilló de sorpresa. Inexplicablemente y de repente (¡que cacofonía!), todo se me vino abajo y me cayó en la cabeza. Me quedé sin aliento, aterrada y sin saber qué hacer.

Pero, ¿qué era ese terror repentino, con jadeos y falta de aire, taquicardia y necesidad de ponerme a correr hacia donde fuera? Pues nada, un ataque de pánico, lo llaman.

En un intento de controlarme —vana esperanza, no pude— en vez de tirar la copa contra la pared y salir corriendo, la dejé con mano temblona en la mesa y me puse de pie. También me temblaban las piernas, sabía que algo horripilante estaba a punto de ocurrirme y que, además, era inevitable. El corazón me latía a mil; yo, que no sudo, sudaba a mares; el agujero de mi estómago ocupaba el mundo entero y el dolor de cabeza tenía forma de línea recta kilométrica que iba de la nuca a la mitad del entrecejo, partiendo por la mitad todo lo que tocaba en su camino.

Salí corriendo como pedía a voces mi cuerpo y me encontré en el jardín común a mi hermano menor (que supongo que se llevaría un susto de muerte).  Cuando balbuceando le conté lo que me pasaba me dijo que no me preocupara, que no era un derrame cerebral, que para eso hacían falta dolores de cabeza tan fuertes que no te dejan echar a correr, que quizás fuese una subida de tensión. Me acompañó a la farmacia más cercana y el pulso lo tenía a mil pero la tensión tan baja como siempre.

Falsa alarma, no moriría como mi madre de un derrame cerebral. No al menos en ese instante como había creído.

Me pasé el resto del día temblando y acojonada, en un rincón del salón, sin atreverme a levantarme ni a por un vaso de agua.

Todo había cambiado otra vez, pero para peor todavía… (Bueno, la verdad es que según se mire).

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