martes, 14 de mayo de 2013

Cosas que te preguntas cuando menos te conviene

Nada es tanto de temer como el temor
Henry D. Thoreau

¿Para qué me preguntaría yo esas cosas, por diossss? Siempre me andaba preguntando idioteces.

Porque ese ataque de pánico coincidió en el espacio y en el tiempo con una pregunta que me vino a la cabeza: "¿Quieres que tu vida siga siendo esto a los cincuenta?". Se ve que solo de pensar que eso era posible (me quedaba todavía un infinito para cumplirlos) se abrió el mundo a mis pies y me caí dentro del infierno (que me río yo de Satanás y de la llama eterna).

Después de pasarme dos días jadeando del susto, me vino un segundo ataque de pánico. Y ese mismo día por la tarde, el tercero. La cosa iba rápida lo cual me alegró porque supuse que se acabaría pronto, en cuanto me tranquilizara. Me equivocaba de cabo a rabo, y la cosa no había hecho más que empezar.

-¿Pero cuánto dura esto, por diossss? -le pregunté lloriqueando a una amiga que los había sufrido durante un tiempo.
-Dicen que estas crisis duran por lo menos un año, ya sabes: hay que pasar las cuatro estaciones, cada fecha importante... -me contestó afligida.
-¿Quééééé? -y ahí sí que me asusté de verdad.

Tengo la cualidad de ser muy sugestionable, supongo que eso va unido a la poca lógica y a la mucha imaginación, y las mías se salen del mundo. Y como no tenía preocupaciones suficientes, pensé si sería hereditario y mis hijas sufrirían de lo mismo, lo que me asustó aún más. Menos mal que recordé a tiempo que las dos tienen muchísima lógica y lo razonan todo de maravilla. En eso habían salido a su padre; una preocupación menos.

Por una parte ser sugestionable a lo bestia es genial, porque me cuentan una milonga, me dan cualquier placebo y me curo de inmediato. Por otra parte es terrible, porque como me cuenten un horror lo asumo como mío y lo sufro media vida. Y esta sentencia del "por lo menos un año" la asumí como mía-mía, mira tú por donde. Y como soy muy exagerada y me gustan las cosas bien hechas y rematadas (bueno, las que me interesan, no todo), mi inconsciente debió de decidir que esto había que hacerlo bien y asegurarse de que quedaba rematado para siempre jamás porque ese estado de terror me duró año y medio (seis estaciones en lugar de cuatro; un cincuenta por ciento más de lo que decían las estadísticas).

Con el quinto ataque de pánico supe que esto no lo podía solucionar yo sola, así que me fui al médico de la familia (diossss gracias por que exista Benito, gracias, gracias, gracias). Este hombre maravilloso sin ninguna alharaca ni alarmismo, y ni siquiera tono paternalista, me puso al día: por lo que yo estaba pasando era por un cuadro de pavor. Algo extrañísimo en una mujer pues, al parecer, es cosa masculina más bien, cuando muchos varones llegan a esa edad en que notan que están perdiendo, con más de cincuenta años, y empiezan a plantearse qué han hecho de su vida. Así mismo. Además de ser chica, les llevaba quince años de adelanto...

Y lo que tenía que hacer era, sencillamente,  relajarme (¿cómo?) y esperar a que pasara (¿cuándo?). Para ayudarme a pasar el trago me dio unas pastillas para tomar por la mañana --que no me parecía que me hicieran nada pero que seguro que sin ellas hubiera sido peor--, y unas por la noche, pero no las tomaba casi nunca porque no tenía problemas de sueño (benditas horas sin miedo).


Al llegar a casa, ocurrió algo curioso: me vino a la memoria esa palabra que utilizó el  doctor Moreno, "trago", e hizo saltar mi estómago de alivio pues enseguida caí en que un trago se pasa, no se queda para toda la vida. Lo que se queda para siempre no se llama nunca un trago.... Bieeeennnnn. Además me juró que nadie se había muerto jamás de un ataque de pánico (no iba yo a ser la primera en todo, ¿verdad?). Eso también fue un alivio, porque lo que tiene el ataque de pánico es justamente eso: que piensas -sientes, sabes- que te quedan segundos de vida. Sin remedio.

Como necesitaba explicarme el asunto (mira, de repente necesitaba la lógica en mi vida...) le dí vueltas hasta que encontré la explicación. "Claro, eso es que el vodka estaba haciendo de las suyas". Y como coincidió cada uno de los ataques con que me estaba tomando una copa, rápidamente en mi disparatada cabeza asocié el pánico al alcohol y decidí de inmediato dejar las copas. Lo hablé con mi marido, que se negó en redondo a que acudiera a Alcohólicos Anónimos porque "los trapos sucios se lavan en casa" y "eso es una muleta para toda la vida" (¿y el alcohol no lo era? I wonder). Total, sola ante el peligro.

Pero mientras tanto, mi poder de sugestión había hecho su trabajo. Al asociar el alcohol con el pánico,  me arreaba un ataque de órdago cada vez que me disponía a tomar una copa. Era automático. Me dejaba todas las copas intactas por miedo al miedo. Al final no tenía ni que preparármelas: con solo pensar en ello, se me desencadenaba un ataque. Así que al poco tiempo me di cuenta de que no tenía que dejar el alcohol porque él ya me había dejado a mí. Un milagro de esos en los que creo ciegamente.¡Cómo es la mente!; cada vez le tengo más respeto y admiración...

Pero que el alcohol me abandonara no supuso que desaparecieran los ataques. ¿Iba a ser verdad lo del año completo? De cualquier manera, esta novedad me permitió dejar de preocuparme por el alcohol y dedicarme en exclusiva a mis miedos, que a esas alturas ya eran de todo tipo y tamaño. Hay una teoría metafísica (creo que ha pasado ya a puesto de honor en física cuántica también) que dice que cuanto más contemplas una cosa (o persona, acontecimiento, etc) más crece (la palabra correcta es expande). Y como no dejaba de mirar mi miedo, éste creció sin límites: No podía ir conduciendo a sitios que no conociera como la palma de mi mano (Puerta del Sol, mi calle, el cole de las niñas y la casa de mi amiga Paloma) porque temía perderme. Pensaba que si me perdía no volvería a encontrar mi casa jamás.

La cosa empeoró un poquito más cuando llegó el punto en que no podía estar sola porque me daba miedo morirme de cualquier manera sin testigos. Y, además, cualquier cosa me desencadenaba un ataque: una mala noticia (y una buena); leer la Biblia (me volví a Dios, pero eso me dio más miedo todavía) o leer una novela; salir a la calle en coche (pero también salir sola andando)... Así que mis días se convirtieron en un obligado recorrido por mis entresijos sin remedio (lo que también me daba miedo pero por lo menos no terminaría en un punto desconocido del planeta).

Mi marido vino a comer a casa durante un mes seguido, supongo que con la buena intención de hacerme compañía un rato, pero el caso es que me fastidiaba e impacientaba más que alegrarme. Se me hacía un mundo el simple hecho de tener que conversar sobre cualquier cosa con casi cualquier persona. Debió de darse cuenta y dejó de venir a mediodía.

Necesitaba espacio y tiempo para ir a mi ritmo. Empezó a ser importantísimo hacerlo todo a mi manera, y en ello entraba el ritmo al que hacía las cosas más grandes y las más pequeñas. Mi vida en esa época discurría a cámara lenta, todo iba muy despacio todo el tiempo (recuerdo perfectamente la sensación). Es como si el tiempo hubiera decidido que no correría para que yo pudiera pensar y escucharme con calma (lo que hubiera resultado muy difícil en mi estado si al tiempo le hubiera dado por correr, ya que la emergencia se presentaba sin avisar).

Un día me dijo mi padre: "Panchi, hija, creo que lo peor de lo que te está pasando puede tener una solución inmediata. Si le pierdes el miedo al miedo, no estarás esperándolo continuamente y el sufrimiento será la mitad si no menos. Solo tendrías miedo cuando te llegara el ataque...".

Aunque era muy bonita esa idea, yo no sabía hacerlo. ¿Cómo distinguir un miedo del otro, si todos se apelotonaban? Pero un día ocurrió solo. 

Aburrida que esperar, me dije: "Bueno, pues si me muero me morí, pero solo me moriré una vez en toda la vida en lugar de morirme dos o tres veces al día". Y le perdí el miedo al miedo. Mira qué fácil (bueno, fue un poco más largo y doloroso de lo que se tarda en contar, pero ocurrió así). Otra vez, un milagro rapidísimo. La sugerencia de mi padre había hecho mella en mi desquiciada cabeza y había resultado ser un placebo de esos que a mí me dan resultado de inmediato.

Aunque cuando tenía el ataque de pánico me quedaba inservible y  temblona durante horas, esa nueva perspectiva me dio mucha más libertad. Podía pensar en los entreactos y, lo que es mejor, escucharme y entenderme. De trapo temblón inservible pasé a convertirme en la mayor autoridad en mi vida. 

Cualquier cosa que me dijeran o aconsejaran los supuestos entendidos, ya fueran médicos, psicólogos, marido o amigos, pasaba por mi propio filtro antes de decidir qué hacer o qué no hacer con respecto a cualquier cosa. Y lo mejor de todo es que cuando seguía mi propio consejo era cuando las cosas salían mejor. Si seguía el de otros, desastre total. Sabía cada segundo de mi vida lo que era mejor para mí al respecto de cualquier cosa. Lo sabía, no lo creía; creo que eso me convirtió en la chula que soy hoy.


Conocía con exactitud y certeza absolutas lo que había de hacer en cada momento. Cuando necesitaba cualquier información o me planteaba cualquier duda (siempre respecto a mi, eh? que no me convertí en vidente de ajenos), en el mismo instante en que surgía la pregunta surgía también la respuesta. Y eso lo echo muchísimo de menos, ains... Siempre digo que durante ese año y medio de pánico estuve iluminada; no sé explicarlo de otro modo. Estaba física y emocionalmente en intimísimo contacto conmigo misma sin interferencias. Lo que dijera o sugiriera cualquier otro ni me molestaba en escucharlo.


¿Para qué, si yo sabía mejor que nadie lo que me convenía? ¿Qué podían saber mi marido, el médico o la psicóloga acerca de lo que hacer en mi caso si ellos no estaban pasando por ello? ¿Para qué escuchar consejos cuando yo sabía perfectamente el camino? En ese sentido (bueno, en todos), ese año y medio fué alucinante. Era feliz absolutamente todo el tiempo, a pesar de los ataques de terror (que, por supuesto, fueron aumentando de frecuencia; no sé si lo he dicho).

Una de las cosas que decidí hacer y que, como todo lo demás, fué un acierto, resultó ser lo que eliminaría definitivamente los ataques de pánico de mi vida: un curso de control mental. En cuanto supe que eso era bueno para mí, se lo dije a mi hermana mediana (que vivía también al lado). Ella, que estuvo durante todo ese tiempo muy pendiente de mí, decidió que me acompañaría. Se lo comentó a su marido y mi cuñado dijo que también se venía con nosotras. (Luego me enteré de que a él le olía un poco raro el asunto, como a secta, y decidió vigilar de cerca dónde nos metíamos)

Hice el Método Silva de Control Mental y me cambió la vida para siempre.

Tengo que decir que el control mental es como las cremas anticelulíticas, que además de comprarlas te las tienes que untar en los muslos porque solo con admirarlas o leer las instrucciones no surten efecto. Como estaba tan convencida de que eso era bueno para mí, hacía los ejercicios de relajación lo estipulado: tres veces al día. Sus efectos son acumulativos por lo que cuanto más los hacía, menos los necesitaba, pero no dejaba de hacerlos y los necesitaba cada vez menos. No caigo nunca en la tentación de saltarme ni uno.

Al año y medio casi exacto de empezar todo este lío, comiendo un domingo en la casa leonesa de mi cuñado pequeño (por parte del novio), me arreó el ataque más fuerte de todos los que había tenido jamás. Pero, mientras me dirigía a otro cuarto para hacer un ejercicio extra de relajación precipitadamente, supe con absoluta certeza que ese era el último. Fue el más bestia, pero también el más corto de todos. Y ahí se acabó mi cuadro de pavor. Para siempre jamás.

Y unos días después, todo se iluminó...








2 comentarios:

  1. Jajajajaja,...Pero de donde eres??? ,..Ves ahora ya puedo comentar, eres la monda besos.-

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