Quisera ser un águila real para poder volar cerca del sol,
Y conseguirte las estrellas y
la luna y ponerlas a tus pie-e-e-e-ss
Pocas palabras son
tan humildes como alivio y, sin
embargo, tan poderosas en su esencia. Para mí es, sin ninguna duda, sinónimo de
placer.
Porque ¿qué mayor placer
puede proporcionarte el alivio de quitarte un zapato que te lleva apretando todo
el baile? ¿Qué mayor placer que el hecho de que te saquen, finalmente, esa
muela que tu dentista lleva intentando salvar seis meses, toqueteándola sin parar?
(porque es mejor conservar todas tus piezas,
te dice cada semana) ¿Qué mayor placer que, a la quinta aspirina, se vaya a la
mierda el dolor de cabeza que te machaca desde que amaneció?
Cuando el alivio
es muy bestia porque el apretón ha sido atroz le sigue de inmediato un
sentimiento de agradecimiento igual de salvaje. Y si te sientes liberado de tus
sufrires cuando ya has perdido la esperanza de que la cosa cambie, el alivio es
como un buen abrazo: igual de placentero, igual de consolador. Pero si, encima,
el alivio es repentino, el abrazo es feroz, como de oso, y el consuelo casi
inhumano.
Había dejado de beber… Y de comer. Me había
quedado en 46 kilos y me preocupaba la idea de haber cambiado las copas por la
anorexia. En fin, de lo malo no era lo
peor: me había quedado tipazo, seca como un sarmiento y toda la ropa me colgaba. Me notaba las
costillas, la ilusión de cualquier mujer. No hay mal que por bien no venga. Mi optimismo ciego seguía intacto.
* * *
El primer día sin
pánico lo pasé un poco temblona, como si no terminara de creer mi videncia de que ya se había acabado todo (¿podía
ocurrir algo tan bueno?). El segundo
día me sentí más valiente: fue como quitarme la faja de después del parto, que
te expandes toda (por dios, ¿hay sensación mejor que esa?). El tercer día fue como
el placer de rascarte donde la faja te apretó tanto; el cuarto día, un buen
masaje. Y el quinto día me pilló desprevenida…
Me desperté
tempranísmo, como siempre (me levanto al alba, sea verano o invierno, no me
vaya a perder algo). Me tiré de la cama
y pensé: “¡A la mierda el Silva!” y ese
día no hice los ejercicios; no era capaz de sentarme y cerrar los ojos para
respirar acompasadamente. Quería respirar deprisa, como en la preparación al
parto; quería gritar y quería bailar desacompasadamente.
Me dediqué a
recorrer la casa entera y tocar todas las cosas. Sentía como si hubiera vuelto
después de mucho tiempo de un lugar lejaníiiiiiiisimo y quería volver a tomar
conciencia de mis posesiones. Además de besarlas, claro. Tocaba todo embelesada: la silla donde me acurrucaba, la pared con un pintarrajo de las niñas, la mancha de grasilla en la encimera... Acariciaba los libros sin creerme
que el solo tocarlos no me iba a desencadenar un ataque. Y para probar que era
cierto, los retoqueteaba con fruición, con el mismo placer con que mi hija
pequeña se comía los helados a los dos años. Todo era nuevo, estaba por
estrenar; o al menos, eso me parecía. Era genial.
Había estado más de un año sin mirar a mi
alrededor y me parecía una pasada redescubrir mi cocina blanca y negra, la sala
de estar con tres paredes de ventanas, la escalera pintada de amarillo como si
le estuviese dando el sol de pleno . El comedor me gustó esa mañana tan poco como
me había gustado siempre, una lástima, odio los comedores como concepto, pero fué lo único y no estropeó mi humor. Los pasillos, las lámparas, las paredes,
la olla exprés, las mochilas de las niñas…. ¡Mis hijas!
Subí corriendo las
escaleras y entré como una loca en su cuarto, me tiré a ellas y las rechupeteé enteras,
madre mía, cuánto tiempo me parecía que había pasado desde que les juré amor
eterno activo y luego tuve que suspender ese proyecto temporalmente… Las dejé dormir
un rato más, que necesitaba para entender qué me estaba pasando ahora.
Me había enamorado
del mundo, y de todo lo que había dentro. Todo.
El caso es que
solo quería gritar, no sé por qué; mejor dicho, gruñir de placer. Era mejor que el mejor de los sexos. Todo me
encantaba, todo me fascinaba y
sorprendía, todo me embelesaba. Una cerilla usada hincada en la tierra de una
maceta de la sala (posiblemente mía, que encendía cigarros sin parar y por toda
la casa); una mancha de grasa en el fregadero; una nube gris; un agujero en un
calcetín; una bayeta cochambrosa con olor a alcantarilla (en la cocina); el
olor a sudor de la wonder woman; unas braguitas de las niñas colgando por fuera
de la cesta de la ropa sucia; la papelera en
la sala; incluso las pelusas en el suelo o una telaraña colgando del techo
del pasillo me producían una alegría sin límites. ¿Me había vuelto loca? Me
daba igual. Seguía gruñendo, bailando y saltando a la pata coja excitadísima.
Cuando me
levantaba cada día, dentro de mí se inflaba algo que seguía creciendo a lo
largo del día hasta que creía reventar. Así un día tras otro.
Y siempre
encontraba motivos para que aquello creciese; todo era sorprendente y
maravilloso. Por ejemplo, cuando un día tuve que ir a no sé qué a un barrio que se llamaba Vallecas
pueblo en la quinta puñeta (pero por dios, ¿dónde había estado esa maravilla de barrio durante toda mi vida?)
y me dí cuenta de que no me daba miedo ir y perderme por el planeta. O cuando la wonder woman me dijo que se
casaba: en lugar de pensar en tirarme a las vías del tren como un sensatísimo
plan B, le dí la enhorabuena (menos mal que luego se quedó de externa, todo hay
que decirlo). O cuando me dijo el
maravilloso Benito que sólo me quedaba un 60% de mi hígado: bueno, ya crecería,
¿no? (noooooooo, que era por una hepatitis que tuve de pequeña). Y así con miles de pequeñas cosas que surgen cada día y que a mí me comían
la moral antes de.
Mi excitación era
tal que tenía que hacer los ejercicios Silva para tranquilizar mi feroz alegría.
(Sí, sí, que también sirven para eso, Roberto; ¡¡es que valen pa tóoo!!)
No terminaba de
aterrizar así que tuve que pensar en hacer algo en lo que agotar o al menos
aplacar mi enorme energía nueva. Madre
mía, pensaba, ahora sí que no me
llamaría mi padre “la pachorra”… Y me reía.
Mis pensamientos
eran inconexos (as usual, eso no había cambiado) pero todos acababan por
hacerme reír. Ahora bromeaba conmigo misma y me reía sola, a veces a
carcajadas. Y solo placer de poder leer un libro sin tener que soltarlo de
repente para ir corriendo a relajarme era increíble.
En mi época baja,
justo antes de los ataques de pánico, mi amiga Julia me había regalado, para
animarme, el libro Sin noticias de Gurb, de
Eduardo Mendoza. Fué el último libro
que pude leer antes de y lo cierto es
que me sacó unas cuantas carcajadas. Pues
ahora quería saber qué sentía yo, estando como estaba, mientras el Conde-Duque
de Olivares sacaba cien mil millones de pesetas de un cajero en la Rambla de
Barcelona porque no tenía suelto para pagar un café. O qué sentía mientras imaginaba
a Marta Sánchez regalándole a la portera de su edificio el ático en el que
vivió durante su estancia en la Tierra (y la cara que se le queda a la portera,
¿qué?).
Lo leí una y otra
vez (es cortito) porque no me cansaba de provocarme esa especie de histeria que
me hacía llorar de risa y asustaba a las niñas. Las carcajadas se me juntaban
con las lágrimas que provocaban, y esa combinación me daba hipo y no podía respirar.
Para aliviar la sensación de ahogo (¿quién se ha ahogado alguna vez riéndose?) intentaba
gritar y lo que me salía era una especie de berrido que me provocaba más risa y
me hacía tirarme de cara al sofá y que, estoy segura, preocupó en algún momento
a padre e hijas.
Pero yo no quería
dejar de reír a lo bestia. ¿Quién querría? Hasta mis sueños (que nunca había
recordado) eran divertidos. ¡Si es que me despertaba ya llorando de risa! ¿cCmo querría parar eso? ¿Cómo querría nadie dejar de ver que todo era
divertido, extraordinario, curioso, magnífico, adorable? ¿Quién estando en su
sano juicio renunciaría a venerar y ser venerado? Porque el mundo, por supuesto, se inclinaba ante mí.
Supongo que no
tenía todavía la cabeza en su sitio; el efecto péndulo, ya se sabe. Me convertí
de nuevo en la reina del mundo (¡como lo había añorado, diosss!). Y no solo
eso, sino que me había enamorado de él. Perdidamente. Locamente. Lo observaba con
reverencia suma: la lluvia, el calor, el frío… Incluso los gatos que se meaban y parían en mi jardín me provocaban ternura en lugar de necesidad inmediata de liarme a tiros con ellos y sus cachorros (¿o se dice crías?). Daba igual: todo era perfecto. Y
en ese mundo que ahora reverenciaba ¡estaba incluida yo!
Estaba en estado
de gracia puro, y duró una burrada. Supongo que si ese estado de frenesí
hubiera durado mucho más hubiera palmado de alegría. Literalmente. Fue un año
que le dio —otra vez— la vuelta a mi vida. Pero esta vez era como dar una
voltereta en el agua empujada por una ola, bajo el sol y con el culo al aire. Y,
encima, me parecía rebien que el agua fuese salada y se me metiese por las orejas y por la
nariz.
Seguía leyendo a Gurb… Por si acaso.
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