viernes, 17 de mayo de 2013

Quisiera ser aurora boreal...


Quisera ser un águila real para poder volar cerca del sol,
Y conseguirte  las estrellas y la luna y ponerlas a tus pie-e-e-e-ss

Pocas palabras son tan humildes como alivio y, sin embargo, tan poderosas en su esencia. Para mí es, sin ninguna duda, sinónimo de placer.

Porque ¿qué mayor placer puede proporcionarte el alivio de quitarte un zapato que te lleva apretando todo el baile? ¿Qué mayor placer que el hecho de que te saquen, finalmente, esa muela que tu dentista lleva intentando salvar seis meses, toqueteándola sin parar? (porque es mejor conservar todas tus piezas, te dice cada semana) ¿Qué mayor placer que, a la quinta aspirina, se vaya a la mierda el dolor de cabeza que te machaca desde que amaneció?

Cuando el alivio es muy bestia porque el apretón ha sido atroz le sigue de inmediato un sentimiento de agradecimiento igual de salvaje. Y si te sientes liberado de tus sufrires cuando ya has perdido la esperanza de que la cosa cambie, el alivio es como un buen abrazo: igual de placentero, igual de consolador. Pero si, encima, el alivio es repentino, el abrazo es feroz, como de oso, y el consuelo casi inhumano.
Había dejado de beber… Y de comer. Me había quedado en 46 kilos y me preocupaba la idea de haber cambiado las copas por la anorexia. En fin, de lo malo  no era lo peor: me había quedado tipazo, seca como un sarmiento  y toda la ropa me colgaba. Me notaba las costillas, la ilusión de cualquier mujer. No hay mal que por bien no venga. Mi optimismo ciego seguía intacto.

*      *      *

El primer día sin pánico lo pasé un poco temblona, como si no terminara de creer mi videncia  de que ya se había acabado todo (¿podía ocurrir algo tan bueno?). El segundo día me sentí más valiente: fue como quitarme la faja de después del parto, que te expandes toda (por dios, ¿hay sensación mejor que esa?). El tercer día fue como el placer de rascarte donde la faja te apretó tanto; el cuarto día, un buen masaje. Y el quinto día me pilló desprevenida…
Me desperté tempranísmo, como siempre (me levanto al alba, sea verano o invierno, no me vaya a perder algo).  Me tiré de la cama y pensé: “¡A la mierda el Silva!”  y ese día no hice los ejercicios; no era capaz de sentarme y cerrar los ojos para respirar acompasadamente. Quería respirar deprisa, como en la preparación al parto; quería gritar y quería bailar desacompasadamente.
Me dediqué a recorrer la casa entera y tocar todas las cosas. Sentía como si hubiera vuelto después de mucho tiempo de un lugar lejaníiiiiiiisimo y quería volver a tomar conciencia de mis posesiones. Además de besarlas, claro. Tocaba todo embelesada: la silla donde me acurrucaba, la pared con un pintarrajo de las niñas, la mancha de grasilla en la encimera... Acariciaba los libros sin creerme que el solo tocarlos no me iba a desencadenar un ataque. Y para probar que era cierto, los retoqueteaba con fruición, con el mismo placer con que mi hija pequeña se comía los helados a los dos años. Todo era nuevo, estaba por estrenar; o al menos, eso me parecía. Era genial. 
Había estado más de un año sin mirar a mi alrededor y me parecía una pasada redescubrir mi cocina blanca y negra, la sala de estar con tres paredes de ventanas, la escalera pintada de amarillo como si le estuviese dando el sol de pleno . El comedor me gustó esa mañana tan poco como me había gustado siempre, una lástima, odio los comedores como concepto, pero fué lo único y no estropeó mi humor. Los pasillos, las lámparas, las paredes, la olla exprés, las mochilas de las niñas…. ¡Mis hijas!
Subí corriendo las escaleras y entré como una loca en su cuarto, me tiré a ellas y las rechupeteé enteras, madre mía, cuánto tiempo me parecía que había pasado desde que les juré amor eterno activo y luego tuve que suspender ese proyecto temporalmente… Las dejé dormir un rato más, que necesitaba para entender qué me estaba pasando ahora.
Me había enamorado del mundo, y de todo lo que había dentro. Todo.
El caso es que solo quería gritar, no sé por qué; mejor dicho, gruñir de placer. Era mejor que el mejor de los sexos. Todo me encantaba, todo  me fascinaba y sorprendía, todo me embelesaba. Una cerilla usada hincada en la tierra de una maceta de la sala (posiblemente mía, que encendía cigarros sin parar y por toda la casa); una mancha de grasa en el fregadero; una nube gris; un agujero en un calcetín; una bayeta cochambrosa con olor a alcantarilla (en la cocina); el olor a sudor de la wonder woman; unas braguitas de las niñas colgando por fuera de la cesta de la ropa sucia; la papelera en la sala; incluso las pelusas en el suelo o una telaraña colgando del techo del pasillo me producían una alegría sin límites. ¿Me había vuelto loca? Me daba igual. Seguía gruñendo, bailando y saltando a la pata coja excitadísima.
Cuando me levantaba cada día, dentro de mí se inflaba algo que seguía creciendo a lo largo del día hasta que creía reventar. Así un día tras otro.
Y siempre encontraba motivos para que aquello creciese; todo era sorprendente y maravilloso. Por ejemplo, cuando un día tuve que ir a no sé qué a un barrio que se llamaba Vallecas pueblo en la quinta puñeta (pero por dios, ¿dónde había estado esa maravilla  de barrio durante toda mi vida?) y me dí cuenta de que no me daba miedo ir y perderme por el planeta.  O cuando la wonder woman me dijo que se casaba: en lugar de pensar en tirarme a las vías del tren como un sensatísimo plan B, le dí la enhorabuena (menos mal que luego se quedó de externa, todo hay que decirlo).  O cuando me dijo el maravilloso Benito que sólo me quedaba un 60% de mi hígado: bueno, ya crecería, ¿no? (noooooooo, que era por una hepatitis que tuve de pequeña). Y así con miles de pequeñas cosas que surgen cada día y que a mí me comían la moral antes de.
Mi excitación era tal que tenía que hacer los ejercicios Silva para tranquilizar mi feroz alegría. (Sí, sí, que también sirven para eso, Roberto; ¡¡es que valen pa tóoo!!)
No terminaba de aterrizar así que tuve que pensar en hacer algo en lo que agotar o al menos aplacar mi enorme energía nueva. Madre mía, pensaba, ahora sí que no me llamaría mi padre “la pachorra”… Y me reía.
Mis pensamientos eran inconexos (as usual, eso no había cambiado) pero todos acababan por hacerme reír. Ahora bromeaba conmigo misma y me reía sola, a veces a carcajadas. Y solo placer de poder leer un libro sin tener que soltarlo de repente para ir corriendo a relajarme era increíble.
En mi época baja, justo antes de los ataques de pánico, mi amiga Julia me había regalado, para animarme, el libro Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza. Fué el último libro que pude leer antes de y lo cierto es que me sacó unas cuantas carcajadas. Pues ahora quería saber qué sentía yo, estando como estaba, mientras el Conde-Duque de Olivares sacaba cien mil millones de pesetas de un cajero en la Rambla de Barcelona porque no tenía suelto para pagar un café. O qué sentía mientras imaginaba a Marta Sánchez regalándole a la portera de su edificio el ático en el que vivió durante su estancia en la Tierra (y la cara que se le queda a la portera, ¿qué?).
Lo leí una y otra vez (es cortito) porque no me cansaba de provocarme esa especie de histeria que me hacía llorar de risa y asustaba a las niñas. Las carcajadas se me juntaban con las lágrimas que provocaban, y esa combinación me daba hipo y no podía respirar. Para aliviar la sensación de ahogo (¿quién se ha ahogado alguna vez riéndose?) intentaba gritar y lo que me salía era una especie de berrido que me provocaba más risa y me hacía tirarme de cara al sofá y que, estoy segura, preocupó en algún momento a padre e hijas.
Pero yo no quería dejar de reír a lo bestia. ¿Quién querría? Hasta mis sueños (que nunca había recordado) eran divertidos. ¡Si es que me despertaba ya llorando de risa! ¿cCmo querría parar eso? ¿Cómo querría nadie dejar de ver que todo era divertido, extraordinario, curioso, magnífico, adorable? ¿Quién estando en su sano juicio renunciaría a venerar y ser venerado? Porque el mundo, por supuesto, se inclinaba ante mí.
Supongo que no tenía todavía la cabeza en su sitio; el efecto péndulo, ya se sabe. Me convertí de nuevo en la reina del mundo (¡como lo había añorado, diosss!). Y no solo eso, sino que me había enamorado de él. Perdidamente. Locamente. Lo observaba con reverencia suma: la lluvia, el calor, el frío…  Incluso los gatos que se meaban y parían en mi jardín me provocaban ternura en lugar de necesidad inmediata de liarme a tiros con ellos y sus cachorros (¿o se dice crías?). Daba igual: todo era perfecto. Y en ese mundo que ahora reverenciaba ¡estaba incluida yo!
Estaba en estado de gracia puro, y duró una burrada. Supongo que si ese estado de frenesí hubiera durado mucho más hubiera palmado de alegría. Literalmente. Fue un año que le dio —otra vez— la vuelta a mi vida. Pero esta vez era como dar una voltereta en el agua empujada por una ola, bajo el sol y con el culo al aire. Y, encima, me parecía rebien que el agua fuese salada y se me metiese por las orejas y por la nariz.
Seguía leyendo a Gurb… Por si acaso.

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