A cada cerdo le llega su San Martín
(refrán español)
felicidad
- f. Estado de ánimo del que disfruta de lo que desea.
Parece estúpido —y lo es— definir la felicidad. Para
mí es igual de tonto —e imposible— que intentar describir el color rojo o el
número siete. La felicidad, el color rojo y el número siete están ahí, a tu
disposición, para usarlos cuando quieras y no para dirimir sobre ellos.
Me parece que los académicos de la Lengua han sido muy
atrevidos definiéndola de una forma tan contundente —y tan poco afortunada. Entre otras cosas,
porque nunca dejamos de desear algo; viene de fábrica por defecto en nuestra
condición de especie elegida. Quiero, quiero, quiero...
Por mucho que los budistas prediquen el no deseo para alcanzar la
felicidad, el mero hecho de querer alcanzarla mediante el
sometimiento sado-maso de su voluntad a no querer lavadora, televisión, casa en
la playa ni coche deportivo, ya es un deseo… Por el mero hecho de eliminar todo
deseo de lo material no te haces feliz (y, perdona, budista, pero eso es
imposible porque aún no somos espíritu puro, y está por ver si lo seremos algún
día).
La ejecución sádica de no desear nada material, quizás te pueda ayudar a no
sentir tanta frustración como sentimos a veces los occidentales y aplacarte los
nervios un poco (muy poco), además de aburrirte muchísimo. Pero la felicidad
—tal como la entendemos los poco espirituales habitantes del llamado primer
mundo—, necesita deseos cumplidos y deseos por cumplir (¡y qué aburrido
no querer tener todo lo que quieres!).
La felicidad tampoco es un estado permanente de
iluminación y euforia al que se llega en Occidente cuando, a los cincuenta o
los sesenta años, has conseguido todo aquello que, por supuesto, te iba a
llevar a ella (terminar la carrera apropiada para forrarte, llevarte la
palmadita de tu padre en la espalda, encontrar el trabajo con el que te forras,
casarte con la mujer o el chico de tus sueños, tener hijos que serán perfectos
y en su día se forrarán, ascender a jefe supremo en tu profesión o Presidente
de la República, comprarte la (segunda) casa de tus sueños en la playa de moda
o en la montaña más alta…). Todos sabemos ya que no es eso.
Todos hemos llegado a algunos, o muchos o todos esos
lugares, y ¡sorpresa!: Allí tampoco estaba la felicidad…
Pero no me niegues que el viaje no ha sido heroico por lo esforzado...
Jooooooo, y no ha servido para nada. Bueno, claro, ahora eres más conocido,
quizás el más importante de tu círculo; te puedes comprar tres coches en vez de
solo uno (para dejar dos en el garaje) y pagar siempre en el restaurante de
lujo… Pero, ¿eres ya feliz para siempre jamás solo por eso? ¿Estás disfrutando
cada minuto de todo lo que tienes y ya no quieres nada más nunca en la vida?
Para la gran mayoría de los humanos, ni de coña.
Y es una pena, porque podrías serlo… si hubieras
perseguido el objetivo ejecutando los pasos de baile correctos. ¿Y sabes por
qué? Porque ningún viaje dedicado con esfuerzo solo a evitar obstáculos para
llegar el primero a donde sea que vayas (con los dientes y el volante
apretados, prisa por adelantar a ese que parece que va al mismo sitio, que
ojalá se le pinche la rueda y no encuentre gasolinera, etc.) tiene un final
feliz. Llegas agotado, tenso y cabreado cuando menos. Porque también con las
prisas has podido chocar con ese árbol de la derecha que no te has dado la
ocasión de ver y te ha destrozado el radiador (¡Jelóu? Alguna gasolinera por
aquí?). Y aquí las matemáticas son implacables. O te relajas sin perder de
vista la carretera y disfrutas el paisaje, o el viaje se convierte en un
infierno más pronto que tarde. Es más, generarás tendencia a enfadarte incluso
con las paredes.
J J J
Exista Dios o no exista, haya un paraíso o no lo haya
cuando dejemos este valle de lágrimas J, es indudable que lo que más deseamos, y lo más
sensato que podemos hacer mientras llega el momento de enterarnos de qué hay de
verdad después de esto, es sentirnos bien ahora mismo (¿recuerdas?:
presente = regalo = feliz, resulta que era verdad J).
Si en cuanto hemos conseguido algo, ya queremos lo
siguiente, la supuesta felicidad más bien parece un estado permanente de
insatisfacción, ¿no? Pues me cago en ella.
Según es cada uno, cada uno quiere cosas diferentes.
Yo lo quiero todo. Pero mientras lo consigo, he decidido pasarlo bien.
Creo que es en el Corán donde hay un pasaje en el que
se advierte a los navegantes que, a nuestra muerte, Alá (¿se escribe
así?) nos hará una sola pregunta: ¿Cuántas cosas de todas las que
te he ofrecido no has disfrutado?. Y si la respuesta es incorrecta —o sea,
has disfrutado poco—, ya sabes: ¡suspendido sin huríes ni nubes sobre las que
saltar! (y no, no me lo voy a repasar entero para poder jurar que lo he leído
allí). La verdad es que es una teoría muy sensata a más de preciosa, y decidí
adoptarla en pleno ataque de felicidad. Y ahí sigo. Porque no quiero ir a
Septiembre. ¿Y si luego septiembre no existe?
Parece que a la conclusión lógica que se llega es que
todo depende de tu actitud, o al menos a esa conclusión llegué yo. Porque la
felicidad, como vamos viendo según la perseguimos, no es un estado, sino que
son varias cosas a la vez que forman una (¡dichosas ecuaciones!): una
decisión que tomas, un camino que sigues y un objetivo a alcanzar. Igual
que todo lo que persigues en esta vida, ¡qué sorpresa!
Para ser feliz necesitas lo mismo que para hacer una
carrera universitaria u otra, educar a tus hijos en el modelo salesiano o en el
sistema Montessori, vivir en Sevilla o en Madrid… Tomar una decisión. Y no
plantearte si llegarás o no; simplemente, ponerte en marcha sabiendo que el
sitio a donde quieres ir existe y el viaje será una pasada (porque lo será, en
todos los sentidos).
Decides, tomas dirección sur y llegas, en un momento u
otro, a Sevilla. Si has seguido el camino todo el tiempo sin dispersarte llegas
a Sevilla en seis horas; si te has desviado, tardarás hasta seis días; pero si
aún desviado sigues en la idea de vivir en Sevilla y te diriges hacia allí,
antes o después llegas a Sevilla; en ningún caso llegarás a Pontevedra
dirección sur.
Durante mi época de pánico descubrí muchas cosas
importantes pero solo una era genial: quiero sentirme bien todo el rato. Y
durante mi ataque de felicidad descubrí un montón de cosas geniales pero solo
una realmente importante: que cuando te sientes bien las cosas ruedan
perfectamente a tu favor y casi siempre a tu gusto. ¡¡Guau!!
* *
*
Lo había oído y leído miles de veces —los entendidos
se ponen muy pesados con esto—: tu actitud es lo que marca la diferencia entre
llegar a Sevilla o perderte por el planeta.
Me resistía a creerlo, ¿eh? Que me daba mucha rabia
pensar que tenía que renunciar a llevar la razón y cambiar de actitud respecto
a cosas básicas como la justicia. Por ejemplo: si me habían ofendido, el
ofensor debía pagar con la horca; si me habían criticado, el criticón debía ser
conocido públicamente por sus miserias; si me habían rechazado, el rechazador
debía conocer la vejación más absoluta, la infelicidad más negra y el rechazo
más firme por parte del mundo entero (y a ser posible, que salga en los
periódicos para inri total).
La mala noticia es que resulta que no funciona así. Me
dio muchísima rabia descubrirlo, porque ¿quién renuncia voluntariamente y por
gusto a ver crucificados a tu ex amiga, tu jefe o a Rajoy-Rubalcaba-Arturmás?
Pero tuve que renunciar al escarnio público del enemigo porque no
funciona así nunca. Que lo sepas. (Hombre, el consuelillo en esto
es que sabes que, según el refrán, antes o después, el enemigo se enterará
de lo que vale un peine, pero eso ya es justicia de orden tipo cósmico en la
que ni entras ni sales, y no te corresponde a ti ponerle fecha de entrega J).
La buena noticia es que, a partir del momento en que
asumes que no son asunto tuyo los asuntos de otros, por deducción matemática (y
mira que me dan miedo las matemáticas) llegas a la conclusión de que los
asuntos tuyos no son asunto de otros. Así que, tan ricamente. Te quitas
el peso del mundo de los hombros (ya sabes que el mundo giraba antes de que tú
te hicieras cargo de él; porque lo sabías, ¿verdad?) y de un
tirón bajas cien kilos de peso.
Y entonces pasas a ocuparte de tus asuntos,
exclusivamente. Es decir, te entregas en cuerpo y alma a la tarea de irte a
Sevilla siguiendo unos pasos facilísimos:
1. ¿Por dónde se va a Hispalis?
2. ¿Cojo el tren, el coche o el avión?
3. Me voy pa Sevilla, reina y mora.
Es importante que sepas que no es importante (J) si te desvías una, cinco o mil veces; eso lo
único que hace es retrasar tu llegada a Sevilla. Pero si sigues en la dirección
correcta desde donde estés en ese momento, como me llamo Rosa que llegas a
destino.
Todo es cuestión de actitud; en serio; y es posible e
incluso fácil cambiarla: en cuanto renuncies al inmenso placer de querer
dirigir el mundo estás con la proa dirigida al sur. Hay que aprender a delegar,
que lo dicen todos los empresarios listos. Deja que otro dirija el mundo y
cargue con él entero, y ocúpate de dirigirte tu vida, no vaya a ser que te
dirija ella a ti (este es un peligro real).
Yo estoy en Sevilla desde hace mil años, así que hablo
con propiedad :-D
Y lo que es mejor: no me importa contarte cómo lo
conseguí. Gratis. Mientras tanto, y por si acaso Septiembre no existe, baila un
poco. :-D
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