domingo, 26 de mayo de 2013

Enemigos de la Felicidad con derecho a roce

No sé todavía qué nos produce más malestar: pensar que tenemos poco o saber que el otro tiene más...

He llegado a la conclusión de que todo pesar que nos acontece tiene que ver con otros y con lo que hacen, son o tienen esos otros. Mira tú, resulta que sí es cierto que todo está conectado. El loable hecho de estar siempre un  poquito descontentos con lo que tenemos o hacemos llega a niveles loquísimos en cuanto nos comparamos con otros, y lo convierte en un auténtico inferno (en italiano suena mejor), donde nos quedamos un montón de tiempo (por tontos, no por malos).

Si creemos que ganamos una pasta con nuestro trabajo, ahí está para corregir nuestra equivocación el recién llegado que trae un máster de Harvard (el nuestro es de la universidad de Granada). Si estamos contentas con nuestro tipazo, ahí tienes a la Naomi Campbell para sacarte de tu error. Si consideras que tu casa no tiene parangón en el mundo entero, tu cuñado te demuestra lo contrario con la suya. Y si te compras un barco de veinte metros, ya sabes que hay al menos un árabe y un ruso que tienen uno de cuatrocientos...

Creo que este inferno se debe no a los tristes veinte metros de nuestro velerillo, los tristísimos 90-90-90 cm de nuestro cuerpo o al patético máster granaíno. Con lo que realmente tiene que ver el infierno es con esos trescientos sesenta metros más que tiene el barco del ruso, los treinta cms menos que tiene la cintura de la Campbell o los seis mil kilómetros en avión al extranjero que el otro se ha calzado para aprender lo que tú también sabes.

Esas pequeñas diferencias, y el hecho de que sean a nuestro desfavor, es lo que nos mata (lentamente) porque nos hace insignificantes a nuestros propios ojos. En realidad, ¿para qué querríamos un barco de cuatrocientos metros si no damos fiestas multitudinarias ni podemos pagar una tripulación de cien personas o el puesto de atraque y no hablemos del gasoil necesario para ir de Valencia a Alicante?

No importa, nuestro velero ya no vale, no lo disfruto; quiero el del ruso. O mejor: quiero que nadie en el mundo más que yo tenga un barco. Punto.

Los lunes tendrían mejor fama si pudiésemos saber con absoluta certeza que el jefe o nuestro compañero de trabajo es igual de miserable que nosotros durante esos malditos días. Y seríamos más felices si nuestras amigas engordaran a (mucha) mayor velocidad que nosotras... y sus maridos se quedaran calvos antes que los nuestros.

Como para todo hay teorías, también hay varias que achacan cada dolencia a un pecadillo envidioso. Si esto es cierto (que estoy por creerlo), estoy segura de que las cataratas son consecuencia de lo que no queremos ver de la felicidad del otro y no por degeneración macular (sea eso lo que sea). Las anginas, por que no nos atrevemos a llamar hijoputa al rival cuando nos gana en tenis y alza él la copa (que debería alzar yo, pero el árbitro está comprado). La úlcera, por acumulación de mala hostia de ver día tras día cómo le queda de bien el vestido (idéntico al nuestro, qué inoportuna) a la vecina, que no es que se cuide más y coma menos madalenas y beba menos cerveza sino que la muy zorra tiene mejor genética y más dinero que tú para tratamientos especiales.

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Los cristianísimos pecados capitales por los que se rigen todas las sectas occidentales (conocidas y no tanto) y que la Iglesia Católica instituyó como la normativa de todo lo que no tenemos que hacer, pensar o sentir, resulta que ni son siete ni los inventó Roma; ni siquiera vienen en la Biblia.

En los albores del cristianismo, los primeros doctos pensadores cristianos, Cipriano de Cartago y Alcuino de York (siglo III de nuestra era), hablaban de ocho pecados capitales pero un poco apelotonados. El monje pensador y asceta Evagrio el Solitario ordenó un poco el asunto (en el siglo VI)  haciendo una lista concreta de ocho pecados capitales.

El monje solitario los distinguió en dos grandes grupos.  Cuatro vicios concupiscibles o deseos de posesión (lo que me ha sorprendido al indagar, porque concupiscente siempre me sonó a sexo escondido... ¿concubina?), a saber: gula y ebriedad o gastrimargia (de nuevo la ecuación que no sale), avaricia, lujuria y vanagloria. Y el grupo de los cuatro vicios irascibles o  de privación, carencia o frustración: ira, tristeza, pereza y orgullo. (A mí estos últimos me parecen los peores porque con los concupiscibles por lo menos te lo pasas bien; con estos, en cambio, no tienes ninguna posibilidad de ello. Bueno, a mí el de la pereza también me va bien).

Luego vinieron otros doctos, cambiaron un nombre por otro y el orden de la lista, y pasaron a la historia por ello (San Juan Casiano, por ejemplo). Siempre hay aprovechados en todas partes. Pero no para ahí la historia, que luego llegó el papa Gregorio Magno y los resumió en siete, como ya he apuntado, varió los sumandos de orden y liquidó la tristeza (que consideraba que era meramente un hijo menor de la pereza).

Catorce siglos después del Magno, mi madre --con ayuda de la suya-- tomó cartas en el asunto y dejó los pecados capitales reducidos a dos, y con condiciones. Ella los regló así: Pecado es robar y matar... Y no siempre.

Y así las cosas, llegué al mundo. Y a la edad correspondiente, me metieron en un colegio de monjas. Y empezó mi peculiar educación mixta: monjas vs mamá y la abuela Lola (que era una fija de casa). Siendo la mayor, supongo que se emplearon a fondo conmigo. Eran unas convencidas de la educación liberal, y cada una de las dudas que yo traía a casa cada tarde eran aclaradas puntualmente con un rotundo: "Pero, ¿en qué están pensando esas monjas para asustar a las niñas de esa manera? Hija, no te creas ni una palabra, ¡qué barbaridad! ¿Cómo pueden meteros esas ideas en la cabeza? Anda, tómate la merienda, hija, que el infierno no existe". Y al día siguiente las monjas te decían lo contrario (sin picatostes ni chocolate).

La relación de mi madre y la suya con Dios era, cuando menos, peculiar. Como en todo, hacían lo que les daba la gana. Dios era Intocable, muy respetable y respetado, y amado por encima de todas las cosas y creador de todo. San Antonio y San Judas Tadeo (otros fijos de casa de los que eran ambas devotas adoratrices o jueces implacables) eran otra cosa. Estaban para servirlas y cumplir, con el milagro adecuado, todos y cada uno de sus deseos (lo  alucinante era que ambos santos las obedecían, lo que me preocupaba bastante). Y en el excepcional caso de no cumplir con lo pedido,  mi madre los castigaba: apagaba las velas votivas que ardían siempre delante de ambos y ponía sus estampas boca abajo hasta que rectificaban. El Sagrado Corazón estaba un escalón por encima de San Antonio y San Judas, y  presidía el trinchero del comedor representado por una horripilante estatua de Jesús ¿de escayola?, peinado con raya al medio y vestido de terciopelo rojo y oro. Se sentaba en un trono almohadillado con el pecho abierto por la mitad y la túnica rasgada, y su corazón palpitante y ensangrentado parecía querer saltar de su sitio chorreando rojo. Su cometido era hacer milagros de mayor envergadura que los de los santos, pero si no cumplía se le imponía también el merecido castigo: se colocaba la estatua mirando a la pared y se le daba orden estricta al servicio de no limpiarle el polvo hasta nueva orden. A mis hermanos y a mí, que estábamos en escalones inferiorísimos respecto a las hordas divinas y semidivinas, nos daba con la zapatilla en el culo para liquidar nuestras desobediencias.

En mi casa nunca se levantó la vista para mirar a Dios, porque estaba siempre en casa. En el colegio, sí.

Total, que aunque parece que nuestra educación religiosa no tiene nada que ver con el tema de nuestra felicidad, los santos cristianos hicieron mucho para que la perdiéramos. Aunque como filósofos y teólogos no dudo de que hicieron una gran labor intelectual, nos jodieron bien a muchos siglos de distancia. Sus sucesores, y las contradicciones en que incurren cada vez que hacemos preguntas, siguen haciendo de las suyas manipulando culpas y premios eternos. Aunque la culpa es nuestra (como siempre), porque tenemos cabeza para pensar y no lo hacemos casi nunca. Más culpa todavía.

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A los trece años se me cayó la Iglesia Católica cuando me enteré de que sus bulas significaban que los que tenían dinero para pagarlas podían comer chorizo durante la Cuaresma (pecado mortal)  e incluso el Viernes Santo (pecadísimo mortalísimo). Me pareció escandaloso. Los que no pagaban, bacalao (que odio). En mi casa se daba a elegir, y ni mi padre ni yo elegíamos nunca bacalao (yo creo que mis hermanos tampoco), y luego mi madre mandaba tremenda cesta de frutas al colegio. Siempre hizo las cosas a su manera, incluso pagar las bulas.

A partir del asunto de las bulas, en cuestión de religión fui por libre. No iba a misa los domingos (mis padres tampoco) pero iba a la de los miércoles del colegio porque era obligatoria e iba a los ejercicios espirituales que organizaba el colegio porque nos lo pasábamos bomba durmiendo fuera de casa y cuchicheando hasta las tantas (aunque el precio fuesen ocho horas diarias de rezos y explicaciones inexplicables). Me confesaba pero no comulgaba (por si acaso). Hice la Primera Comunión, me confirmé y me casé por la Iglesia, pero eliminé el voto de obediencia de la ecuación (por si acaso). De los trece a los veinte años tuve un lío en la cabeza que no se lo deseo a nadie. Pero no di mi brazo a torcer y el tema de las bulas me seguía pareciendo tan escandaloso... Lo que fué una excusa genial para dejar también de confesarme, que era el único precepto que aún guardaba. Así que la culpa aumentó. Ya nadie me perdonaba oficialmente. Y no se me ocurrió que si me perdonaba yo la cosa estaba resuelta. Eso fué muchos años después.

Cualquiera que haya superado con vida su infancia es un héroe, lo digo como lo siento. ¡Hala!, ya sabes por qué te sientes tan miserable a veces. O al menos, ya sabes una de las causas. Aunque hay muchas más (pero todas conectadas :-D).


4 comentarios:

  1. Claramente, tu madre y la abuela Lola eran unas pioneras en su época. Y mujeres muy pragmáticas, oye :D ¡Me ha encantado la entrada!

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  2. eres genial!!
    besitos tu Alis

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