lunes, 22 de abril de 2013

REAL MAMMA LIFE...


Quien no trabaja no descansa
(Thomas Carlyle,  pensador inglés, 1795-1881)


Dicho y hecho, dejé mi empleo y me zambullí de lleno en el mundo de la vida del hogar y del amor.

No sabía muy bien cómo funcionaba mi propia casa, pero antes muerta que confesarlo.  Lo dejaba todo en manos de la persona que estuviera en ese momento trabajando para nosotros, y le pedía a dios o al diablo que ella sí supiese lo que había que hacer.

No puedes dar instrucciones sobre lo que no sabes hacer, y yo ni siquiera sabía lo que tenía que exigir, aparte de que todo esté impecable (signifique eso lo que signifique). Así que utilizaba una agencia para la primera criba de las personas que contrataba para ayudar en casa desde que nacieron las niñas. Me hacía la desesperada y les pedía que me mandaran a alguien “que le gusten las niñas, que cocine perfectamente, que sea limpia, organizada y espabilada, sin ataduras familiares, que tenga iniciativa, buen carácter, buena presencia, que sepa coger el teléfono como corresponde y llevar una casa” (fuera eso lo que fuese). Como cuando hablo con alguien desconocido haciéndome la muy amiguita resulto muy asequible y encantadora, me las mandaban ya con esa primera criba hecha. O eso creía yo.

Luego,  mis entrevistas a las candidatas eran, en realidad, una farsa. Yo ya las había contratado en mi cabeza sin haberlas visto siquiera, pues daba por hecho que la agencia había hecho su trabajo.

Yo: Bueno, aquí pone que tiene cinco años de experiencia…. (y hacía una pausa para ver si ponía cara de haber dicho la verdad).  Así que…. Supongo que no tenemos mucho que hablar sobre el tema. No me gusta andar detrás de las personas para ver si han hecho bien su trabajo (en tono firme). ¿Cuándo puede empezar?
Ella: No, señora, por supuesto…. (supongo que encantada). Puedo empezar de inmediato.
Yo: Bien. Mañana a las 9 aquí. Y me gusta la puntualidad.
Y la tía se debía de ir pensando que no había hecho una entrevista de trabajo más fácil en su vida. Y yo me quedaba pensando pobre mujer,  no es oro todo lo que reluce, te deseo que disfrutes de tus últimas horas antes de la esclavitud, porque solo yo sabía lo que se le venía encima.
Empezaba a la mañana siguiente  y a los dos meses la casa estaba hecha un asco porque  lo que decía su CV era mentira o era muy joven y se lo pasaba mejor jugando con las niñas que limpiando el polvo o planchando camisas.

Peeeeeeero, ahora que iba a estar en casa sería distinto. La vigilaría estrechamente (bueno, la palabra exacta era hostigaría), mi casa reluciría de amor y limpieza y mis hijas y yo disfrutaríamos mi nueva posición de mamá estará ya siempre aquí, cariño. Y, con un poco de suerte, las camisas de mi marido estarían bien planchadas esta vez (¿por qué las camisas de los maridos siempre tienen alguna arruga que tú no ves antes que ellos?).

* * * * *

El primer día me levanté llena de energía amorosa y corrí a despertar a mis hijas para llevarlas yo misma al cole.  Porque esta vez las acompañaría, no me limitaría a transportarlas y dejarlas caer en la puerta para salir corriendo a la oficina. Enferma de ternura, las miraba antes de tocar sus caritas dormidas y calientes con ganas de comérmelas sin patatas ni nada. ¿Podía haber algo más maravilloso que tus hijas, durmiendo confiadas, bajo tu techo? (sí, lo hay: que se despierten sin fiebre).

No fueron niñas que dieran la lata para levantarse, y se despertaban sonriendo; eran la bomba. Sus hola mami me mataban de amor y me dejaban sin respirar. No quería otra cosa en este mundo que el resto de mi vida formada por un rosario de momentos de despertar a mis hijas, abrazar sus cuerpos calentitos y nada más.  Que no existiera el colegio (luego di gracias porque existiera), que no existieran las camisas arrugadas, ni echar los dientes, ni la fiebre, ni las diarreas, ni las monjas que llamaban a la creativa caligrafía de mi hija letruja, ni los misteriosos números primos, ni los verbos irregulares, ni nada que interfiriera en la estampa perfecta de mi vida: mis hijas y yo abrazadas, calentitas y a salvo. Por siempre jamás.

Pero el mundo se ponía en marcha, y había que subir a las niñas a él (a tiempo). Yo me bajé y estuve unos años sin volver a subir a excepción de para dejar a las niñas en el cole y luego, por la tarde, a recogerlas. Tenía todo el día para disfrutar de mi idea de la dolce vita y de la perfección de mis hijas.

A la vez que yo abandoné mi puesto de trabajo, la chica que teníamos interna abandonó el suyo. Supuse que no haría falta hacer nada en casa mientras encontraba a la siguiente, pero la cosa se alargó más de los dos días previstos y a la semana no sabía qué hacer una vez mis hijas estaban a salvo en el cole. Pero sí sabía que tenía que hacer algo. Me pasé los primeros días dando vueltas por la casa como un pato fuera del agua.

¿Qué iba primero, limpiar el polvo o fregar el suelo?  Mi lógica me decía que fregar el suelo, que es lo único sucio que realmente me da asco de una casa. Pero como mi lógica no era, por lo que había oído decir desde pequeña, la lógica lógica, decidí que sería mejor empezar por limpiar el polvo;  posiblemente eso era lo que hacía (el resto de) la gente.

Me compré el plumero más largo del mercado que en vez de plumas tenía pelos de color naranja. Electrostático, una rabiosa novedad en el misterioso mundo de la limpieza hogareña. Lo cogía, estiraba el brazo y empezando y acabando por la cocina, lo pasaba por toda la casa, incluidos los techos (los techos también me dan asco con todas sus posibilidades encima de mi cabeza). Sin despegar el plumero de la superficie ni una sola vez, subía y bajaba limpiando barandillas (tres plantas de casa), puertas, lavabos, despensa, mesas, mesitas, plantas verdes con flores y sin flores, montes y valles de libros, espejos, cepillos de dientes, lámparas, cuadros, huchas infantiles y mesa de despacho, radiadores y juegos de café (de exposición). Todo lo sometía a la magia de mi plumero electrostático, y tardaba nada. Era un milagro. ¿Por se empeña la gente en las limpiezas de primavera? (hablo de oídas, no quiero saber qué son; me suenan tan bestias…).

Ahora a hacer las camas. Luego a planchar. Luego haría la comida. Esto era fenomenal: como comía sola siempre, mi comida servía de cena para el resto de la familia, ya fueran lentejas o filetes empanados. Me ahorraba un cocineo, que ya empezaba a odiar porque con la edad que tenían mis hijas no eran muy aficionadas a mi cocina creativa y preferían, invariablemente, macarrones con tomate, filete con patatas o perrito caliente (la pequeña sin tomate ni mostaza, a palo seco; admirable).

¿Y esto era el maravilloso mundo de la mamá no trabajadora? ¿Por esta mierda los maridos consideran que estás tumbada a la bartola y te retiran el derecho a comprarte maquillaje, unos trapitos, sentarte a fumar un pitillo o cualquier capricho? ¿Por esta mierda pierdes todos los derechos sociales y familiares y pasas a ser de segunda categoría? ¿Por esta mierda te castigan con su desprecio compasivo otras madres que trabajan? ¿Por esta mierda los maridos —y tus hijos cuando crecen un poco— suponen que ya no vas a saber nada sobre la actualidad mundial? (Porque claro, ni se les pasa por la cabeza que ves la tele o escuchas la radio; ¡sería el colmo! ¿Sin trabajar y viendo la tele en lugar de arrodillada fregando?). ¿Por esta mierda te llaman maruja con desprecio como si fuera algo malo? ¿Y qué hubiera sido de todos esos maridos y todas esas mujeres de pensamiento similar sin las marujas de sus madres? I wonder.

Decidí que a partir de ese momento, cuando me preguntaran en qué trabajaba, diría que en casa, y mucho. Y cuando oía a compañeras de camino declarar en alguna reunión social que no trabajaban, yo siempre añadía la coletilla: “no trabaja fuera de casa; dentro, mucho”.  Todas me miraban agradecidas; sabían de lo que estábamos hablando. Creo que fue entonces cuando nació mi rabioso corporativismo. Para mí, la mujer siempre lleva razón. Así mismo.
Porque te diré una cosa: yo me sentía mucho más relajada trabajando diez horas diarias como secretaria ejecutiva del presidente de una filial de un holding minero-financiero que pasando el plumero. (Y planchando camisas, llevando niñas y marido a sus respectivos destinos [porque ya que no haces nada, acércame a la oficina que solo está a medio Madrid de distancia], haciendo la comida, la compra, yendo al pediatra, a la tintorería, bajando fiebres y subiendo bragas, mirando lenguas blancas y cacas verdes, haciendo de Ratoncito Pérez y cubo de basura, entregada esposa y amantísima madre, educada nuera y paciente hija, interminables horas de baños inundados de bandadas de patitos que pitan, viendo a tutores y ayudando con deberes, corriendo a urgencias,  hora de la cena, la niña llora con los ojos llenos de jabón y la otra salta de la cunaparque —le ha enseñado su hermana y ha descubierto la libertad—, de repente una pared decorada con rotuladores… Y eso TODOS LOS DÍAS.)

Y por fin llega el ansiado finde que anhelas con toda tu alma para descansar. Pero lo anhelas solo hasta que recuerdas que el sábado toca suegros (a 30 km de tu casa) y el domingo padre (amante de largas y amenas sobremesas en un restaurante de sillas incomodísimas, siempre el mismo).

Y entonces empiezas a anhelar el lunes. Pero solo hasta que recuerdas que para ti ya no existe el lunes como sinónimo de descanso despachando con tu  jefe y cotilleando con tus compañeras a la hora de la comida, sino que el lunes es sinónimo de martes, miércoles, jueves y viernes, venga de tareas agotadoras  y misteriosas llenas de artilugios peligrosos que desconoces y utilizas fatal: lejía, aspiradora, cuchillo eléctrico, amoníaco, aguafuerte (¿qué será eso, por diosssssss?), rasqueta (¿?) y fregona con vida propia, por nombrar solo unos pocos de ellos.

Un lunes, a las once de la mañana, mientras tomaba una copa y reflexionaba sobre mi vida después de pasar el polvo, decidí rebelarme. Yo cambiaría el mundo de la mom at home

No hay comentarios:

Publicar un comentario