Quien no trabaja no descansa
(Thomas Carlyle, pensador inglés, 1795-1881)
Dicho y hecho, dejé mi empleo y
me zambullí de lleno en el mundo de la vida del hogar y del amor.
No sabía muy bien cómo funcionaba
mi propia casa, pero antes muerta que confesarlo. Lo dejaba todo en manos de la persona que
estuviera en ese momento trabajando para nosotros, y le pedía a dios o al
diablo que ella sí supiese lo que
había que hacer.
No puedes dar instrucciones sobre
lo que no sabes hacer, y yo ni siquiera sabía lo que tenía que exigir, aparte
de que todo esté impecable
(signifique eso lo que signifique). Así que utilizaba una agencia para la
primera criba de las personas que contrataba para ayudar en casa desde que
nacieron las niñas. Me hacía la desesperada y les pedía que me mandaran a
alguien “que le gusten las niñas, que cocine perfectamente, que sea limpia,
organizada y espabilada, sin ataduras familiares, que tenga iniciativa, buen
carácter, buena presencia, que sepa coger el teléfono como corresponde y llevar una casa” (fuera eso lo que
fuese). Como cuando hablo con alguien desconocido haciéndome la muy amiguita
resulto muy asequible y encantadora, me las mandaban ya con esa primera criba
hecha. O eso creía yo.
Luego, mis entrevistas a las candidatas eran, en
realidad, una farsa. Yo ya las había contratado en mi cabeza sin haberlas visto
siquiera, pues daba por hecho que la agencia había hecho su trabajo.
Yo: Bueno, aquí pone que tiene cinco años de experiencia…. (y hacía una
pausa para ver si ponía cara de haber dicho la verdad). Así que…. Supongo que no tenemos mucho que
hablar sobre el tema. No me gusta andar detrás de las personas para ver si han
hecho bien su trabajo (en tono firme). ¿Cuándo puede empezar?
Ella: No, señora, por supuesto…. (supongo que encantada). Puedo empezar de
inmediato.
Yo: Bien. Mañana a las 9 aquí. Y me gusta la puntualidad.
Y la tía se debía de ir pensando
que no había hecho una entrevista de trabajo más fácil en su vida. Y yo me
quedaba pensando pobre mujer, no es oro
todo lo que reluce, te deseo que disfrutes de tus últimas horas antes de la
esclavitud, porque solo yo sabía lo que se le venía encima.
Empezaba a la mañana siguiente y a los dos meses la casa estaba hecha un asco
porque lo que decía su CV era mentira o
era muy joven y se lo pasaba mejor jugando con las niñas que limpiando el polvo
o planchando camisas.
Peeeeeeero, ahora que iba a estar
en casa sería distinto. La vigilaría estrechamente (bueno, la palabra exacta
era hostigaría), mi casa reluciría de
amor y limpieza y mis hijas y yo disfrutaríamos mi nueva posición de mamá estará ya siempre aquí, cariño. Y,
con un poco de suerte, las camisas de mi marido estarían bien planchadas esta
vez (¿por qué las camisas de los maridos
siempre tienen alguna arruga que tú no ves antes que ellos?).
* * * * *
El primer día me levanté llena de
energía amorosa y corrí a despertar a mis hijas para llevarlas yo misma al
cole. Porque esta vez las acompañaría, no me limitaría a
transportarlas y dejarlas caer en la puerta para salir corriendo a la oficina. Enferma de ternura, las miraba antes de
tocar sus caritas dormidas y calientes con ganas de comérmelas sin patatas ni
nada. ¿Podía haber algo más maravilloso que tus hijas, durmiendo confiadas,
bajo tu techo? (sí, lo hay: que se
despierten sin fiebre).
No fueron niñas que dieran la
lata para levantarse, y se despertaban sonriendo; eran la bomba. Sus hola mami
me mataban de amor y me dejaban sin respirar. No quería otra cosa en este mundo
que el resto de mi vida formada por un rosario de momentos de despertar a mis
hijas, abrazar sus cuerpos calentitos y nada más. Que no existiera el colegio (luego di gracias
porque existiera), que no existieran las camisas arrugadas, ni echar los
dientes, ni la fiebre, ni las diarreas, ni las monjas que llamaban a la
creativa caligrafía de mi hija letruja,
ni los misteriosos números primos, ni los verbos irregulares, ni nada que
interfiriera en la estampa perfecta de mi vida: mis hijas y yo abrazadas,
calentitas y a salvo. Por siempre jamás.
Pero el mundo se ponía en marcha, y había que
subir a las niñas a él (a tiempo). Yo me bajé y estuve unos años sin volver a
subir a excepción de para dejar a las niñas en el cole y luego, por la tarde, a
recogerlas. Tenía todo el día para disfrutar de mi idea de la dolce vita y de la perfección de mis hijas.
A la vez que yo abandoné mi
puesto de trabajo, la chica que teníamos interna abandonó el suyo. Supuse que
no haría falta hacer nada en casa mientras encontraba a la siguiente, pero la
cosa se alargó más de los dos días previstos y a la semana no sabía qué hacer
una vez mis hijas estaban a salvo en el cole. Pero sí sabía que tenía que hacer
algo. Me pasé los primeros días dando vueltas por la casa como un pato fuera
del agua.
¿Qué iba primero, limpiar el
polvo o fregar el suelo? Mi lógica me
decía que fregar el suelo, que es lo único sucio que realmente me da asco de
una casa. Pero como mi lógica no era, por lo que había oído decir desde
pequeña, la lógica lógica, decidí que sería mejor empezar por limpiar el
polvo; posiblemente eso era lo que hacía
(el resto de) la gente.
Me compré el plumero más largo
del mercado que en vez de plumas tenía pelos de color naranja. Electrostático,
una rabiosa novedad en el misterioso mundo de la limpieza hogareña. Lo cogía,
estiraba el brazo y empezando y acabando por la cocina, lo pasaba por toda la
casa, incluidos los techos (los techos también me dan asco con todas sus
posibilidades encima de mi cabeza). Sin despegar el plumero de la superficie ni
una sola vez, subía y bajaba limpiando barandillas (tres plantas de casa),
puertas, lavabos, despensa, mesas, mesitas, plantas verdes con flores y sin
flores, montes y valles de libros, espejos, cepillos de dientes, lámparas,
cuadros, huchas infantiles y mesa de despacho, radiadores y juegos de café (de
exposición). Todo lo sometía a la magia de mi plumero electrostático, y tardaba
nada. Era un milagro. ¿Por se empeña la gente en las limpiezas de primavera?
(hablo de oídas, no quiero saber qué son; me suenan tan bestias…).
Ahora a hacer las camas. Luego a
planchar. Luego haría la comida. Esto era fenomenal: como comía sola siempre,
mi comida servía de cena para el resto de la familia, ya fueran lentejas o
filetes empanados. Me ahorraba un cocineo,
que ya empezaba a odiar porque con la edad que tenían mis hijas no eran muy
aficionadas a mi cocina creativa y preferían, invariablemente, macarrones con
tomate, filete con patatas o perrito caliente (la pequeña sin tomate ni
mostaza, a palo seco; admirable).
¿Y esto era el maravilloso mundo
de la mamá no trabajadora? ¿Por esta
mierda los maridos consideran que estás tumbada a la bartola y te retiran el
derecho a comprarte maquillaje, unos trapitos, sentarte a fumar un pitillo o
cualquier capricho? ¿Por esta mierda pierdes todos los derechos sociales y
familiares y pasas a ser de segunda categoría? ¿Por esta mierda te castigan con
su desprecio compasivo otras madres que sí
trabajan? ¿Por esta mierda los maridos —y tus hijos cuando crecen un poco— suponen
que ya no vas a saber nada sobre la actualidad mundial? (Porque claro, ni se
les pasa por la cabeza que ves la tele o escuchas la radio; ¡sería el colmo! ¿Sin trabajar y viendo la tele en lugar de
arrodillada fregando?). ¿Por esta mierda te llaman maruja con desprecio como si fuera algo malo? ¿Y qué hubiera sido
de todos esos maridos y todas esas mujeres de pensamiento similar sin las
marujas de sus madres? I wonder.
Decidí que a partir de ese
momento, cuando me preguntaran en qué trabajaba, diría que en casa, y mucho. Y
cuando oía a compañeras de camino declarar en alguna reunión social que no
trabajaban, yo siempre añadía la coletilla: “no trabaja fuera de casa; dentro,
mucho”. Todas me miraban agradecidas;
sabían de lo que estábamos hablando. Creo que fue entonces cuando nació mi
rabioso corporativismo. Para mí, la mujer siempre lleva razón. Así mismo.
Porque te diré una cosa: yo me
sentía mucho más relajada trabajando diez horas diarias como secretaria
ejecutiva del presidente de una filial de un holding minero-financiero que
pasando el plumero. (Y planchando camisas, llevando niñas y marido a sus
respectivos destinos [porque ya que no haces nada, acércame a la oficina que
solo está a medio Madrid de distancia], haciendo la comida, la compra, yendo al
pediatra, a la tintorería, bajando fiebres y subiendo bragas, mirando lenguas
blancas y cacas verdes, haciendo de Ratoncito Pérez y cubo de basura, entregada
esposa y amantísima madre, educada nuera y paciente hija, interminables horas
de baños inundados de bandadas de patitos que pitan, viendo a tutores y
ayudando con deberes, corriendo a urgencias,
hora de la cena, la niña llora con los ojos llenos de jabón y la otra
salta de la cunaparque —le ha enseñado su hermana y ha descubierto la libertad—,
de repente una pared decorada con rotuladores… Y eso TODOS LOS DÍAS.)
Y por fin llega el ansiado finde
que anhelas con toda tu alma para descansar. Pero lo anhelas solo hasta que
recuerdas que el sábado toca suegros (a 30 km de tu casa) y el domingo padre
(amante de largas y amenas sobremesas en un restaurante de sillas incomodísimas,
siempre el mismo).
Y entonces empiezas a anhelar el
lunes. Pero solo hasta que recuerdas que para ti ya no existe el lunes como
sinónimo de descanso despachando con tu
jefe y cotilleando con tus compañeras a la hora de la comida, sino que
el lunes es sinónimo de martes, miércoles, jueves y viernes, venga de tareas
agotadoras y misteriosas llenas de
artilugios peligrosos que desconoces y utilizas fatal: lejía, aspiradora,
cuchillo eléctrico, amoníaco, aguafuerte (¿qué será eso, por diosssssss?),
rasqueta (¿?) y fregona con vida propia, por nombrar solo unos pocos de ellos.
Un lunes, a las once de la
mañana, mientras tomaba una copa y reflexionaba sobre mi vida después de pasar
el polvo, decidí rebelarme. Yo cambiaría el mundo de la mom at home…
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