Antes de casarme tenía seis teorías sobre cómo educar a los hijos;
ahora tengo seis hijos y ninguna teoría.
(John Wilmot)
La
inmersión total (con cursillo precipitado intensivo) en el maravilloso mundo de
la mamá no trabajadora me agotaba y perdí la paciencia pronto. Era muy distinto
de lo que yo había soñado, todo abrazos, risas, carantoñas y felicidad. Pero,
claro, había que comer y, para ello, hacer la comida; tenían que aprender y, para
ello, coger el coche y llevarlas al cole (a veces llevaba el pijama debajo del
abrigo, a la americana); había que dormir; y para ello no encontré la
herramienta adecuada… Y todo así.
Dos
semanas sin ayuda en casa no dejaba que me salieran palabras de amor… Y eso me
preocupaba. A veces me tenía que sujetar para no insultarlas, y en una ocasión
le dije a mi hija mayor que la odiaba cuando me sentí interrumpida tres veces
en una conversación telefónica interesante. Para mí era incomprensible que unas
niñas tan inteligentes no aprendieran todo a la primera. Pero, por dios,
¿cuánto se tarda en entender que a mamá no se la interrumpe si no está en
posición ni disposición de recibir abrazos?; ¿o en aprender a bañarse sola,
comer sopa sin ponerse perdida o pintar en papel en lugar de en pared? ¿Cuántas
veces tenía que repetir todo? ¡Qué mareo!
Un día
me eché a llorar de agotamiento e impotencia, por no hablar de la culpabilidad
que sentía al romper mis promesas de amor eterno un día tras otro. ¿Era más
fácil querer a los hijos desde un despacho? Desde luego, más cómodas eran las
distancias largas, sin dudarlo.
No quería
seguir luchando a brazo partido para que todo saliera en todo momento como a mí
me gustaba. ¿Qué pasaba con el amor de leyenda que sentía por ellas y había
decidido demostrarles cada segundo de lo que nos restara de vida?
Tras
unas semanas ejerciciendo de mamá a tiempo completo, volví a reflexionar, y esta
vez con lápiz y papel en la mano. Por el bien de la convivencia debería de
poner unos límites mínimos. Pero, ¿cuáles? Yo no los había tenido nunca, así
que estaba más bien despistada.
¿Qué me
importaba de verdad que aprendieran las niñas, aparte de amar y respetar a su
madre por encima de todas las cosas?
Después
de mucho pensar llegué a la conclusión de que solo tres cosas me importaban de
verdad. Empezaría por dos. Modales y estudios.
En
principio, lo de los estudios parecía sensato. Lo de los modales, pijo. Pero
hay pocas cosas más horripilantes que un niño montando un espectáculo en un
restaurante, un avión o una iglesia. Sería inflexible.
Primero,
que fueran buenas estudiantes; no quería que me salieran en eso a mí, que
todavía tengo colgando la Física de sexto del bachiller más antiguo de España.
Segundo, que fueran educadas y amables. Había visto escenas espeluznantes de
madres temblonas y suplicantes, arrrodilladas ante un monstruo pelirrojo de cincuenta
centímetros de largo con pataleta, tirado en el suelo del hiper y aferrado a un
bote de espuma de afeitar. Había visto a padres furibundos arrearles un
guantazo a un niño gritón en medio de la calle y dejarlo (y quedarse) sin
respiración, cuando todavía era legal la doma clásica. Y había visto la cara de
una abuelita intentando razonar en el ambulatorio con una niña empeñada en
quitarse (y conseguirlo) el tutú de bailarina porque le picaba a través de las
bragas. Por no hablar de esos niños gritones que saltan de mesa en mesa dando
patadas en restaurantes y jugando al escondite debajo de tu mesa.
La cosa
fue más fácil de lo previsto, ya que mis dos hijas nacieron con cero
inclinación a llamar la atención, todo lo contrario que su amorosa mamá.
Modales resueltos.
Del
tercer límite importante, los horarios de llegada a casa por la noche, ya me
ocuparía cuando llegase el momento. Lo más novedoso de mi decisión fue que la
cariñosa educación que les ofrecería a mis hijas sería cómoda para mí también.
Como
mis expectativas con respecto a mis hijas eran inamovibles y sabía con absoluta
certeza que se cumplirían (serían las más-más), en cuanto me di cuenta de que esas
guerras entre padres e hijos se trataban simplemente de afirmar su personalidad
y no de fastidiarte la vida, me puse de rodillas, les ofrecí mi chepa y las
ayudé a que se subieran. Asunto arreglado; dejaron de estar interesadas en
seguir allí arriba en el mismo instante en que me arrodillé ante ellas.
Cuando
descubrí lo fácil que era educar a dos hijas, me entró un ataque fortísimo de
amor, las abracé y les repetí que siempre las querría más que a nada después de
mi. Tan fuerte fue el ataque de amor que les prometí que dejaría de beber. Se
asustaron porque no sabían que me refería al vodka y me preguntaron que si me moriría
de sed. ¡Tan tiernas!
A
partir de ahí, todo iría como la seda, estaba segura…
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