sábado, 27 de abril de 2013

Dile que tu amor es para siempre, dile que sin su cariño mueres, dile dile siempre te adoraréééé...

Antes de casarme tenía seis teorías sobre cómo educar a los hijos;
ahora tengo seis hijos y ninguna teoría.
(John Wilmot)


La inmersión total (con cursillo precipitado intensivo) en el maravilloso mundo de la mamá no trabajadora me agotaba y perdí la paciencia pronto. Era muy distinto de lo que yo había soñado, todo abrazos, risas, carantoñas y felicidad. Pero, claro, había que comer y, para ello, hacer la comida; tenían que aprender y, para ello, coger el coche y llevarlas al cole (a veces llevaba el pijama debajo del abrigo, a la americana); había que dormir; y para ello no encontré la herramienta adecuada… Y todo así.
Dos semanas sin ayuda en casa no dejaba que me salieran palabras de amor… Y eso me preocupaba. A veces me tenía que sujetar para no insultarlas, y en una ocasión le dije a mi hija mayor que la odiaba cuando me sentí interrumpida tres veces en una conversación telefónica interesante. Para mí era incomprensible que unas niñas tan inteligentes no aprendieran todo a la primera. Pero, por dios, ¿cuánto se tarda en entender que a mamá no se la interrumpe si no está en posición ni disposición de recibir abrazos?; ¿o en aprender a bañarse sola, comer sopa sin ponerse perdida o pintar en papel en lugar de en pared? ¿Cuántas veces tenía que repetir todo? ¡Qué mareo!
Un día me eché a llorar de agotamiento e impotencia, por no hablar de la culpabilidad que sentía al romper mis promesas de amor eterno un día tras otro. ¿Era más fácil querer a los hijos desde un despacho? Desde luego, más cómodas eran las distancias largas, sin dudarlo.
No quería seguir luchando a brazo partido para que todo saliera en todo momento como a mí me gustaba. ¿Qué pasaba con el amor de leyenda que sentía por ellas y había decidido demostrarles cada segundo de lo que nos restara de vida?
Tras unas semanas ejerciciendo de mamá a tiempo completo, volví a reflexionar, y esta vez con lápiz y papel en la mano. Por el bien de la convivencia debería de poner unos límites mínimos. Pero, ¿cuáles? Yo no los había tenido nunca, así que estaba más bien despistada.
¿Qué me importaba de verdad que aprendieran las niñas, aparte de amar y respetar a su madre por encima de todas las cosas?
Después de mucho pensar llegué a la conclusión de que solo tres cosas me importaban de verdad. Empezaría por dos. Modales y estudios.
En principio, lo de los estudios parecía sensato. Lo de los modales, pijo. Pero hay pocas cosas más horripilantes que un niño montando un espectáculo en un restaurante, un avión o una iglesia. Sería inflexible.
Primero, que fueran buenas estudiantes; no quería que me salieran en eso a mí, que todavía tengo colgando la Física de sexto del bachiller más antiguo de España. Segundo, que fueran educadas y amables. Había visto escenas espeluznantes de madres temblonas y suplicantes, arrrodilladas ante un monstruo pelirrojo de cincuenta centímetros de largo con pataleta, tirado en el suelo del hiper y aferrado a un bote de espuma de afeitar. Había visto a padres furibundos arrearles un guantazo a un niño gritón en medio de la calle y dejarlo (y quedarse) sin respiración, cuando todavía era legal la doma clásica. Y había visto la cara de una abuelita intentando razonar en el ambulatorio con una niña empeñada en quitarse (y conseguirlo) el tutú de bailarina porque le picaba a través de las bragas. Por no hablar de esos niños gritones que saltan de mesa en mesa dando patadas en restaurantes y jugando al escondite debajo de tu mesa.
La cosa fue más fácil de lo previsto, ya que mis dos hijas nacieron con cero inclinación a llamar la atención, todo lo contrario que su amorosa mamá. Modales resueltos.
Del tercer límite importante, los horarios de llegada a casa por la noche, ya me ocuparía cuando llegase el momento. Lo más novedoso de mi decisión fue que la cariñosa educación que les ofrecería a mis hijas sería cómoda para mí también.
Como mis expectativas con respecto a mis hijas eran inamovibles y sabía con absoluta certeza que se cumplirían (serían las más-más), en cuanto me di cuenta de que esas guerras entre padres e hijos se trataban simplemente de afirmar su personalidad y no de fastidiarte la vida, me puse de rodillas, les ofrecí mi chepa y las ayudé a que se subieran. Asunto arreglado; dejaron de estar interesadas en seguir allí arriba en el mismo instante en que me arrodillé ante ellas.
Cuando descubrí lo fácil que era educar a dos hijas, me entró un ataque fortísimo de amor, las abracé y les repetí que siempre las querría más que a nada después de mi. Tan fuerte fue el ataque de amor que les prometí que dejaría de beber. Se asustaron porque no sabían que me refería al vodka y me preguntaron que si me moriría de sed. ¡Tan tiernas!

A partir de ahí, todo iría como la seda, estaba segura…

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