No puedes
proteger a tus hijos de todo, la cosa no funciona así. Lo sé porque lo intento
cada día.
(esto es mío)
Siempre me
ha encantado la gente de todo pelaje (y viceversa) y no conozco oficio alguno
con el que se te tengan que caer los anillos por lo que haces, pero desde que me vi
enfrentada a unificar tareas del hogar y mercancías peligrosas (y desconocidas)
como lejía, niñas, Cristasol, etc. mi respeto por la figura de la empleada
del hogar se convirtió en pasmo y admiración absolutos.
Tan
ferviente y desesperada debió de ser mi oración durante esas terribles tres
semanas, que fue escuchada con rapidez sorprendente y encontré lo que todas las
mujeres sonañamos encontrar (no, no es un chico): La mujer perfecta. Era
marroquí, un bellezón, limpia, organizada, tranquila,
sonriente, amable y no perdía nunca los
nervios con mis hijas ni con mi marido… ¡Y su novio vivía a 600 kms de
distancia! Hablaba español, francés y árabe (del fino, que luego por una amiga
me enteré que hay dos). Y lo mejor de todo: tenía
exactamente las mismas manías que yo. Al fin, un respiro.
Nunca jugué nunca a las
muñecas o las casitas con mis hijas (aunque hubo buena voluntad y un par de
intentos por ambas partes), qué aburrimiento, de pequeña jugaba a las chapas y
a las canicas, así que no sabía qué hacer un una miss universo de 20
centímetros, mucho menos si estaba despeinada, desnuda y con zapatos de tacón
puestos. No me parecía que eso fuese juguete para niñas, pero así es ahora la
cosa.
Así que,
ante la posibilidad de que se aburrieran mientras yo leía, en cuanto ví que
sujetaban perfectamente la espalda (me ocupé de que esto ocurriera cuanto
antes), les puse una cuchara en la mano, el plato (no de plástico, ¡jamás!) en
la bandeja de su trona, un babero (corto, no tipo mandil, qué horror) y les
decía: "Una chica lista no mancha el borde su plato y si tarda poco en
comer, puede ir antes a jugar" Lo del borde del plato, por supuesto, era
para limitar el radio de acción de la papilla, no por otra cosa. Comían
perfectamente, y de forma impecable, a los dos años (y si hacían alguna, allí
estaba yo para enseñar). A los 3 años a mi hija mayor se le ocurrió que le
gustaban mas los espaguetis con tomate que los macarrones. No problem. Le dije
que le daba tres oportunidades para el cambio, informándole que los niños
italianos a los dos años sabían comerlos con cuchara y tenedor sin manchar el
borde (toda mi obsesión era, seguía siendo, evitar el derramamiento de tomate
por todos los alrededores), y que ella tenía un año más. Lo pilló a la primera.
Así que sólo tuve que darle tres clases de "Spaghetti Con Tomate Como Los
Niños Italianos" antes de que manejara el tema casi mejor que yo.
La ventaja
adicional de todo esto (para mí, por supuesto) es que, con el tiempo, la que
vino detrás aprendió de la mayor, ahorrándome lo que hubiera debido ser mi
trabajo y diversión. El día que la pequeña bajó a desayunar, con tres años, con
los cordones de las botas perfectamente atados, por poco me caigo de culo;
realmente, mis expectativas nunca habían sido tan locas! A partir de entonces,
muchas de mis responsabilidades de maestra cayeron en los hombritos de mi hija mayor.
En su momento (muy temprano), la enseñó a ducharse (por dios, no me podía creer
que se habían terminado aquellas terribles sesiones de salpicamientos de agua
espumosa y bandadas de patos de goma), a lavarse la cabeza sola, a atarse los
cordones y a… ¡saltar de la cuna-parque!
Y todo eso nos
benefició a las tres.
Hablaban y
dibujaban cuasi magistralmente a muy tempranísima edad. Ante la horrible
perspectiva del parque o jugar a tiendas, les ponía delante un folio y una caja
de rotuladores y les decía: Dibuja un castillo con su príncipe, la
princesa y los siete enanitos (nunca fui de cuentos tampoco, los lío un
poco todos). El castillo tiene que tener
tres torres, una de ellas redonda, y en aquella época las princesas vestían con
faldas muy largas y los castillos tenían murallas muy altas para defenderse. Con
picos. Acuérdate de no mancharte los dedos ni salirte de la raya cuando los
colorees.
A la media
hora, mis órdenes estaban plasmadas en un papel a todo color (ventaja para
ellas: buenas notas en dibujo posteriormente, asignatura que siempre es un
rollo en el cole). Cuando se aburrieron de los rotuladores, rápidamente las
senté delante del ordenador y les dije: En
esto plano que se llama pantalla está lo de dibujar que se llama
"Paint", y es mucho más divertido y fácil con esto que se llama ratón
que dibujar con rotuladores. Dibuja una chica guapa, como tú.
Y al poco
mi deseo se veía representado a todo color, esta vez en una pantalla luminosa
(ventaja para ellas: crecieron con la idea de que eran unas chicas guapas y que
podían hacer sin dificultad cualquier cosa con la que se pusieran, sólo porque
mamá lo decía y luego resultaba cierto. Ventaja que, con el tiempo, ha corrido
en mi favor: son perseverantes y consiguen sus objetivos). Oyendo a otras
madres hablar de las adolescencias de sus hijas, estoy cada vez más agradecida
a mí misma y a Dios, que me inspiró en aquella época. Pensaba pedirles a mis
hijas perdón, en un momento no muy lejano, por haber sido una bruja madrastrona
y poco juguetona, pero ahora que lo pienso mejor... Comprobado queda que la fe
mueve montañas... O no?
De todos modos, seguía con
la idea de que sólo podría hacerme cargo de mis hijas de forma segura estando
en casa y abrazadas; todo lo demás era peligroso.
Por supuesto, jamás saqué a
mis hijas al parque y nunca las llevé conmigo a sitio alguno que las expusiera
al peligro durante más de diez minutos. Nunca salí con las dos a la vez ni a la
compra hasta que no tuvieron 6 y 9 años respectivamente –y habían hecho un año
de kárate en el cole (por si acaso).
Tenía obsesión con la
seguridad de las niñas y la convicción de que conmigo no estaban a salvo; tenía
miedo de todo, lo visible y lo invisible, durante todo el tiempo. Y aquello iba
en aumento.
Llamé tanto al miedo que un
día éste se cansó y me dijo: “Tú no me conoces, chica; ahora verás que cuando
me pongo, me pongo…”
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