Un genio es alguien
que tuvo la madre adecuada
(Buckminster Fuller)
El vodka tenía que ser apartado (un poco) del camino de mi proyecto.
Necesitaba ver con claridad qué era blanco, qué era negro y qué era de verdad
rosa.
Nunca había pensado en dejar de beber, ¿para qué? ; más que un problema era claramente una herramienta utilísima en mi vida diaria de color de rosa.
Peeeeeeeero, ahora que entraba en otra fase de la artesanía materno-amorosa
tenía que calibrar bien el peso de mis herramientas. Y el vodka pesaba un
poquito más de lo deseable; por ejemplo, cuando llegaba a mi tope de la tercera
copa solo estaba capacitada para leer mucho, fumar a velocidad media, hablar lo
justo y necesario y moverme del sofá lo mínimo imprescindible. Cualquier cosa
que requiriera un esfuerzo físico
superior al de cualquiera de estas actividades (mis favoritas absolutas) me
ponía de mal humor.
Y no me lo podía permitir, pues es bien sabido que la mala hostia no
es la herramienta recapturadora del amor más eficaz (ni la más rápida). Era
hora de pensar en apartar el vodka ¾que
no huele¾
de mi camino. Una lástima, pero mi decisión era firme y muy sincerísima.
Podría asegurar que, si lo recordaran fielmente, el sentimiento más
habitual a lo largo de aquel calvario amoroso al que sometí a mis hijas, concluirían,
fue el de abrumamiento. Acostumbradas
a una vida en la que, por lo general, las dejaba en paz o les decía que no, la
repentina inmersión total en un cursillo intensivo de amor les debió de
suponer, cuando menos, un choque desestabilizador.
Porque cuando yo amo soy como la Jurado y Raphael juntos: como una ola
y con la fuerza de los vientos. Y que se
aparte Madrid.
Así que supongo que les pilló de sorpresa y se sintieron un poquito…
Ummmmm…. ¿acosadas?
Porque lo que yo había decidido ¾y me dirigía a ello en línea recta¾ era que mis hijas serían las mujeres más felices de esta tierra (y de
cualquier otra que pudiera existir en otro cualquier universo). Las más libres,
las más inteligentes, las más independientes (bueno, eso no; serían mías para siempre), las más
encantadoras, las más educadas, las más bilingües, las más premio-nobel, las más artistas de todas
las pistas, las más hermosas, las más-más. Una tarea titánica que conseguiría
con la fuerza de mi amor (como una ola y los vientos todos) y la ayuda del
Universo (por aquel entonces ya había empezado yo mis pinitos en los saberes americanos
de la transcendencia de la vida; ahora Dios se llamaba Universo o Fuente). Y yo
sería the hottest mamma de todo el
madrileño distrito de Chamartín. ¡Vaya si lo sería!
Mi madre y Goethe estuvieron siempre muy de acuerdo en cuanto a temas
de educación de los hijos. Mi progenitora decía que la educación de un hijo empieza
veinticinco años antes de que nazca y el genio alemán (que tuvo la madre
adecuada, sin ninguna duda) clamaba que un hijo podría nacer directamente
educado si los padres ya lo estuviesen al engendrarlo.
Yo no sé si nací educada, pero entre el trabajo “liberal” que mi madre
y mi abuela materna hicieron conmigo, el trabajo “formal” que hicieron mi abuela paterna y las monjas del cole sumado a todo lo que llevaba leído desde que nací, podría decirse que no empezaba de
cero para formar a mis hijas. Que estaba muy confusa, sí. Pero no en blanco.
Mi cabeza estallaba de ideas educativas brillantes y no pensaba más
que en las sorpresas que les daría a mis hijas, inundándolas de momentos
felices e inolvidables. Y sí que tuvieron sorpresas y momentos, sí. Porque aun
tomado en pequeñas cantidades (y aún no era ese mi caso) el vodka es muy
creativo…
Por fortuna, la memoria es piadosa y realiza cribas periódicas. Eso
las salvó. Creo.
Mi amiga Izarbe vivía por entonces en Inglaterra. Allí se había casado
(antes que yo) y allí había tenido a sus dos hijos (también antes que yo).
Nuestro contacto era esporádico: cada equis tiempo hablábamos por teléfono y
nos poníamos al día.
Conversando un día con ella, le pregunté que cómo lo había hecho para
que sus hijos fueran tan inteligentes, alegres y, además, compartieran con ella
hasta sus mínimas penas y alegrías en confianza total.
Ella, que no podía sospechar por nuestras conversaciones telefónicas
que yo había perdido la cabeza (¿o estaba aún en ello?) me dijo con toda inocencia:
¾Pues decidí que quería que mis hijos, cuando crecieran, tuvieran unos
recuerdos de su infancia y juventud alegres, realmente inolvidables…
¾¿Y cómo lo haces? ¾pregunté yo, completamente alerta.
¾Lo veo en mi cabeza como una película de cómo me gustaría a mí que
fuesen las cosas si yo fuese ellos ¾amplió
ella, generosa.
Como no estoy muy familiarizada con el término medio en mi vida, entendí
esa información con mi cabeza y la adapté a mis necesidades, literalmente.
Y me fui al otro extremo: en favor de la felicidad absoluta de mis hijas hice desaparecer el vocablo no
de mi vida maternal sustituyéndolo no por un simple sí, sino por el “porsupuestofaltaríamásmivida”
¾a
veces también utilizaba reina,
amordemisamores, dueñamía o encanto, [palabras que todavía uso:-)].
Y, a partir de ahí, todo se convirtió en la gran juerga. Incluida en
una guerra campal (aunque soterrada) entre el padre de mis hijas y yo.
Supongo que buscando la sensatez y el equilibrio, mi marido desterró
de su vocabulario el sí y lo sustituyó por el no rotundo. Y a cada no suyo, yo
lanzaba cinco sí-sí-sí-sí-sí para borrar el impacto de lo negativo en la vida
de mis hijas y evitar, de este modo, un posible y nada deseable mal karma en el
delicado estrato mental de mis tiernas hijas. Ya había yo avanzado algo más en
las teorías metafísicas y las claves de la vida, y de todos es sabido que hacen
falta cinco afirmaciones positivas para borrar una negativa de tu cuerpo
emocional. Y no estaba yo dispuesta a perder el partido contra el Universo por
una tontería. Vamos que tenía ya bastantes enemigos (las hadas y Rocío lo
habían desencadenado todo, ahora mi marido se apuntaba a ese equipo); no iba a
dejar que también de sus partes se pusiera el mal karma del Universo.
El único libro que he comprado jamás sobre cómo enfrentarse a la tarea
de ser madre fue el de Cómo no ser una
madre perfecta, de Libby Purves, una inglesa muy salada con la que
simpaticé de inmediato. Para mí, ese título fue otra señal del Universo de que
iba por el buen camino hacia mi objetivo (ya recibía con claridad las señales
del Universo y las interpretaba con muchísima soltura).
O sea, que existía el camino fácil
y amable de inundar a tus hijos de amor y educación a partes iguales. Bieeeeeeen.
Muy contenta, en cuanto llegó mi todavía marido a casa se lo enseñé.
¾¿Cómo ser una madre imperfecta? ¾cejas elevadas¾. A
ti no te hace falta este libro….
Decidí tomármelo como un cumplido; ya eran más de las siete de la
tarde y el mundo era de color rosa. Y de todos modos, ¿qué iba a saber un hombre de cómo educar a unas mujeres?
¾En la próxima vida no me pido ser hija tuya ¾le dije alegremente.
No me dejaría desanimar por nada ni por nadie.
Hasta ahí podíamos llegar…
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