viernes, 5 de abril de 2013

CIRUGÍA DE CONTROL DE DAÑOS (II): Fase pre-hospitalaria


Siento deseo y busco con ardor.
(Safo, poema 16)

Lo peor de aprender algo es que no hay vuelta atrás: lo sabes para siempre (¿por qué no me pasaría eso en el colegio?). El ahínco con que había estudiado para ser feliz hacía imposible que mis conocimientos sobre el tema se esfumaran en el éter y pudiera empezar de cero; y eso era un problema. Porque si malo es —por pesado— empezar algo de cero, pude comprobar que era muchísimo peor empezar desde doscientos.

Cualquier cosa nueva que estudies sobre un tema del que ya sabes mucho —y yo sabía muchísimo ya sobre felicidad— que entre en conflicto con lo que ya tienes aprendido y aprehendido de antes, es siempre fuente segura de problemas (grandes). En mi caso, en ese momento el conflicto era: felicidad consciente vs contenta-porque-sí. A nada que lo que ya sabes bien difiera en fondo o forma de la novedad que quieres hacer tuya, saltan todas las alarmas: tu cuerpo se tensa, tu respiración se agita y tu mente se bloquea enfocándose únicamente en echar a correr. No sé por qué pasa eso, pero pasa.

Una de las teorías que estudié durante mi experimento —y casi la única con la que simpaticé y la que más esperanzas y alegrías me dio durante su estudio— fue la que dice que nosotros creamos nuestra propia realidad (con pensamientos millones de veces repetidos estructuramos nuestras creencias que, a su vez, son las que hacen que la mente se enfoque en aquello en lo que damos por cierto, et voilá!: el mundo nos entrega aquello que creemos nos pertenece o merecemos. Si has sido listo y has pensado muy seguido muchos años en yates, mansiones, relaciones amorosas perfectas, círculos de amistades (peligrosas o no) satisfactorias, premios Nobel que se te conceden por hacer y/o leer lo que sea tumbado (esta es mi fantasía favorita), John Malkovich (mi segunda fantasía favorita), ejércitos de criados y mucamas, títulos de propiedad de grandes extensiones de pasto  en Nueva Zelanda con miles de ovejas encima (esta por poco se me cumple, ¡qué miedo!), pues habrás pavimentado tu futuro con los pensamientos de tu ahora (feliz-presente-regalo).

Así pues, tenía que ir con mucho cuidado para no caer en la trampa de la bipolaridad. Lo que era difícil, porque si tomaba la decisión de volver a mi antigua dieta —pepinillos en vinagre con patatas fritas de churrería como plato único en las tres comidas principales—, mi aprendiza de feliz consciente se erguía todo lo alta que era (y ya lo era mucho) protestando con mucho ruido: te quedarás sin el poco calcio que te queda; te bajará el hierro; te aumentarán la celulitis, el colesterol y el mal aliento; te bajará el tono muscular (¿más?), etc. 

Valientemente, yo intentaba contra-atacar con sus propios argumentos:


—¡Tú decías que creamos nuestra propia realidad con nuestras creencias! Y, además, el ser consciente de ellas ayuda a afianzarlas o eliminarlas, según nos convenga… Yo creo que soy delgada y mi salud es perfecta y tengo una mente despierta y ágil.

—Pero, criatura, ¡si no te has creído ni una sola palabra de los doscientos libros que has estudiado! Te has limitado a dejarte acojonar por ellos, ¿qué creencias vas a eliminar o afianzar?

Pero soy más chula que un ocho, así que me sentaba delante de mi serie favorita (después de diez años sin ver televisión, había descubierto las series) con un bol de pepinillos con sabor anchoa y patatas fritas de bolsa.

Cuando acababa el capitulo me había metido en el body dos o tres boles de mi comida favorita. Y en vez de satisfecha y alegre, me sentía culpable y gorda. ¿Por qué?, me preguntaba llorosa y temblona. Antes no tenía episodios de este tipo, así que me asustaban bastante. ¿Habría perdido el juicio?¿Estaría entrando en depresión? O peor: ¿tendría ya una depresión encubierta?

Y esa idea disparaba el pánico. ¿Qué hacer? Tres whiskies sin hielo ni agua, a palo seco. Si quería emborracharme para olvidar lo feliz que era —al menos por unas horas— no quería pasarme toda la mañana intentándolo. A grandes males, grandes remedios. Y como decía Escarlata O’Hara: “Mañana lo pensaré”.

Porque ¿quién quiere pensar ahora (presente-regalo-feliz) en que antes lloraba porque quería y era feliz porque sí y ahora presente-regalo-feliz) lloraba sin querer hacerlo y era infeliz sin poder evitarlo? Me empezó a gustar el concepto de mañana para casi todo.

Pero mañana era igual…

La primera fase de Swabb no me servía. Pasaría directamente a la segunda: cirugía inicial in situ. Parecía un poco más radical y chapucera, pero tenía que probar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario