jueves, 11 de abril de 2013

CCD (y IV): Unidad de Cuidados Intensivos, última fase.

—Quiero decirte una cosa,
mas me lo impide cierto pudor…
(Safo, fr 87 Diálogo)



El concepto de cuidados intensivos fue creado por la enfermera Florence Nightingale durante la Guerra de Crimea (1854 de nuestra era), por considerar que había que separar a los soldados heridos gravemente que necesitaban una vigilancia y cuidados especiales— de aquellos que tenían heridas menores (pacientes de poca monta). Este concepto, y su aplicación en aquella guerra, redujo la mortalidad de los soldados heridos de un 40% a un 2%.

Visto lo visto —y aunque se tardó cien años en poner manos a la obra—, y a instancias del anestesiólogo Peter Safar, se desarrolló un área de cuidados intensivos en Copenhague como arma contra una epidemia de poliomielitis que asolaba el país (no te pierdas, ya estamos en 1953). Esta sensata decisión surgió —como su semilla en la guerra de Crimea— de la necesidad de vigilar y ventilar constantemente a los enfermos. El resto, ya lo conocemos todos: hay UCIs en casi todos los hospitales del mundo, incluso en furgonetas de empresas sanitarias públicas y privadas.

Los equipos técnicos de estas unidades especiales están formados por médicos y enfermeras especializados, farmaceutas clínicos y fisioterapeutas de todo tipo, entrenados para el menester. También forman parte del equipo de cuidados intensivos infinidad de aparatos de ventilación, equipos de diálisis, monitores cardiovasculares, bombas de succión, asistencia mecánica para la respiración, drenajes, catéteres, jeringuillas, vías intravenosas... Y una amplísima línea de fármacos de toda gama.

Los pacientes que entran en la UCI tienen un orden estricto de prioridad que, en caso de juntarse muchos en la entrada de ambulancias, sería: en primer lugar meterían a la persona inestable necesitada de ayuda intensiva que no se le puede ofrecer fuera de la unidad; en segundo lugar, entraría el paciente necesitado de monitorización intensiva y cuyo estado podría exigir intervención inmediata. En tercer lugar pasarían al paciente que podría recibir tratamiento intensivo para mejorar de una enfermedad grave pero sus terapias no serían necesariamente ilimitadas (solo si hay tiempo y sitio en la UCI). Y en cuarto y último lugar, entraría el paciente que no se beneficiaría de los cuidados intensivos en tan alto grado como los anteriores. O sea, que si solo hay tres camas en la UCI, éste se queda fuera y lo apañan de otra manera. Animalico…

Mi situación era, evidentemente, de extremo peligro (la guerra de Irak como entretenimiento de mis veladas, ¿recuerdas?). Así que decidí ingresarme de inmediato en cuidados intensivos.

Miré a mi alrededor y todo estaba, aparentemente, en orden, sobre todo después de la tercera copa. Mis dos hijas crecían sanas y todavía me sonreían de vez en cuando. No tenía el hígado perdido del todo. Mi matrimonio, sin novedades: muerto. Mi estado de ánimo: asustada.

Empezaría por mí y luego Dios dirá (mi otra versión de lo pensaré mañana).

Cuando tomo decisiones muy rápidas tiendo luego a buscar el equilibrio y, para alcanzarlo, la ejecución de las mismas son muy lentas; no sé por qué, pero es así.

Decidí que dejaría el alcohol poco a poco (y ya sabemos todos lo que es bajar el número de copas o cigarrillos de a poquito). También decidí que me acercaría un poco más a mis hijas. Otra decisión importante fue la de que me alejaría (un poco más) de mi marido (civilizadamente). Y la que más me animó fue la de que leería un poco más (o sea, alcanzar el nivel “a lo bestia”), que consideraba el tratamiento ideal para mi etapa de estabilización (y para cualquier otra etapa, la verdad sea dicha).

Y ésta fue por la que empecé, a lo bestia. Bajaba el nivel de anestesia por vodka pero subía el nivel de escapismo por lectura… Tenía prisa por encontrar de nuevo el color rosa en mi vida. En mi UCI lo prioritario era la recuperación por el método de “lo que tú quieras, cariño” (método ideal para otro montón de cosas).

Y ésta última decisión fue la que retrasó todo a lo largo de días (muchísimos) que se convirtieron en meses (muchos) y, luego, en años (pocos, ¿eh?).

Pero no contaba yo con la intervención divina (hacía muuuuucho que no me atrevía a pensar en ella), que siempre es sabia y sensata —y en ocasiones radical. Me tocó ésta.

Una noche, mientras cenaba con las niñas, mi hija pequeña (siete años por entonces) me miró algo compungida y me dijo:

—Mami, te quiero decir una cosa…

—¿Qué? —yo, leyendo.

—¿Te importa que ya no esté todo el día pensando en ti?

—¿Qué? —yo, a por uvas.

—Que si te enfadas si ya no pienso en ti todo el día, pero es que también pienso en las hadas y en Rocío algunos ratos… Pero se me escapa sin querer.

—¿Quéééé? —yo, helada.

Me volví a mi hija mayor, de diez años:

—¿Has oído que la niña está diciendo que pensaba en mi todo el día?

—Pues, claro, mamá; es lo normal.

—¿Cómo que claro, es que tú también piensas todo el día en mí?

—No… Ya no.

Y eso por poco me mata.

(Todavía moqueo un poco mientras lo escribo...)

Diosssssssss… ¿Dos hermosas personitas, carne de mi carne, habían estado siete años de sus vidas pensando solo en mi, mañana, tarde y noche, y yo me lo había perdido? ¿Cómo había podido dejarme birlar semejante privilegio por las hadas?

Esa noche pasaron muchas cosas en mi vida: en la mesa, me enamoré de mis hijas sin remedio, con locura y con pasión (debieron de pensar que me había vuelto loca). Y luego, en mi cama, me la pasé entera llorando, decidí divorciarme, competir a espada y puñal con las hadas y Rocíos de este mundo para mantener mi primer puesto, y también dejar de anestesiarme. El mundo era del color que era, y se acabaron los experimentos con la felicidad.

A la mañana siguiente salí de mi UCI completamente rehabilitada (metafóricamente hablando; tardé algo más) y decidida a invertir todo lo que fuera necesario para que esas criaturas de Dios y mías me volvieran a sonreír algo más que un par de veces por semana.

Costara lo que costara...

No hay comentarios:

Publicar un comentario