—Quiero
decirte una cosa,
mas me
lo impide cierto pudor…
(Safo,
fr 87 Diálogo)
El concepto de cuidados intensivos fue creado por la
enfermera Florence Nightingale durante la Guerra de Crimea (1854 de nuestra
era), por considerar que había que separar a los soldados heridos gravemente —que necesitaban una vigilancia y cuidados especiales— de aquellos que tenían heridas menores (pacientes de poca monta). Este concepto, y su aplicación en aquella
guerra, redujo la mortalidad de los soldados heridos de un 40% a un 2%.
Visto lo visto —y aunque se tardó cien años en poner manos a la obra—, y a
instancias del anestesiólogo Peter Safar, se desarrolló un área de cuidados
intensivos en Copenhague como arma contra una epidemia de poliomielitis que asolaba el
país (no te pierdas, ya estamos en 1953). Esta sensata decisión surgió —como su semilla en la guerra de
Crimea— de la necesidad de vigilar y ventilar
constantemente a los enfermos. El resto, ya lo conocemos todos: hay UCIs en
casi todos los hospitales del mundo, incluso en furgonetas de empresas
sanitarias públicas y privadas.
Los equipos técnicos de estas unidades especiales están formados
por médicos y enfermeras especializados,
farmaceutas clínicos y fisioterapeutas de todo tipo, entrenados para el menester. También forman parte del
equipo de cuidados intensivos infinidad de aparatos de ventilación, equipos de
diálisis, monitores cardiovasculares, bombas de succión, asistencia mecánica
para la respiración, drenajes, catéteres, jeringuillas, vías intravenosas... Y una amplísima línea de fármacos de
toda gama.
Los pacientes que entran en la UCI tienen un orden estricto de
prioridad que, en caso de juntarse muchos en la entrada de ambulancias, sería: en primer lugar meterían a la persona inestable necesitada de ayuda
intensiva que no se le puede ofrecer fuera de la unidad; en segundo lugar,
entraría el paciente necesitado de monitorización intensiva y cuyo estado
podría exigir intervención inmediata. En tercer lugar pasarían al
paciente que podría recibir tratamiento intensivo para mejorar de una
enfermedad grave pero sus terapias no serían necesariamente ilimitadas (solo si
hay tiempo y sitio en la UCI). Y en cuarto y último lugar, entraría el paciente
que no se beneficiaría de los cuidados intensivos en tan alto grado como los
anteriores. O sea, que si solo hay tres camas en la UCI, éste se queda fuera y
lo apañan de otra manera. Animalico…
Mi situación era, evidentemente, de extremo peligro (la guerra de
Irak como entretenimiento de mis veladas, ¿recuerdas?). Así que decidí
ingresarme de inmediato en cuidados intensivos.
Miré a mi alrededor y todo estaba, aparentemente, en orden, sobre
todo después de la tercera copa. Mis dos hijas crecían sanas y todavía me sonreían
de vez en cuando. No tenía el hígado perdido del todo. Mi matrimonio, sin novedades: muerto. Mi estado de ánimo:
asustada.
Empezaría por mí y luego Dios dirá (mi otra versión de lo
pensaré mañana).
Cuando tomo decisiones muy rápidas tiendo luego a buscar el equilibrio
y, para alcanzarlo, la ejecución de las mismas son muy lentas; no sé por qué, pero
es así.
Decidí que dejaría el alcohol poco a poco (y ya sabemos todos lo
que es bajar el número de copas o cigarrillos de a poquito). También decidí que
me acercaría un poco más a mis hijas. Otra decisión importante fue la de que me
alejaría (un poco más) de mi marido (civilizadamente). Y la que más me animó fue
la de que leería un poco más (o sea, alcanzar el nivel “a lo bestia”), que consideraba el tratamiento ideal para mi etapa de estabilización (y para cualquier otra etapa, la verdad sea dicha).
Y ésta fue por la que empecé, a lo bestia. Bajaba el nivel de
anestesia por vodka pero subía el nivel de escapismo por lectura… Tenía prisa por encontrar de nuevo el color rosa en mi vida. En mi UCI lo prioritario era la
recuperación por el método de “lo que tú quieras, cariño” (método ideal para otro montón de cosas).
Y ésta última decisión fue la que retrasó todo a lo largo de días (muchísimos)
que se convirtieron en meses (muchos) y, luego, en años (pocos, ¿eh?).
Pero no contaba yo con la intervención divina (hacía muuuuucho que
no me atrevía a pensar en ella), que siempre es sabia y sensata —y en ocasiones
radical. Me tocó ésta.
Una noche, mientras cenaba con las niñas, mi hija pequeña (siete
años por entonces) me miró algo compungida y me dijo:
—Mami, te quiero decir una cosa…
—¿Qué? —yo, leyendo.
—¿Te importa que ya no esté todo
el día pensando en ti?
—¿Qué? —yo, a por uvas.
—Que si te enfadas si ya no pienso en ti todo el día, pero es que también pienso en las hadas y en Rocío
algunos ratos… Pero se me escapa sin querer.
—¿Quéééé? —yo, helada.
Me volví a mi hija mayor, de diez
años:
—¿Has oído que la niña está
diciendo que pensaba en mi todo el día?
—Pues, claro, mamá; es lo normal.
—¿Cómo que claro, es que tú
también piensas todo el día en mí?
—No… Ya no.
Y eso por poco me mata.
(Todavía moqueo un poco mientras lo escribo...)
Diosssssssss… ¿Dos hermosas personitas,
carne de mi carne, habían estado siete años de sus vidas pensando solo en mi, mañana,
tarde y noche, y yo me lo había perdido? ¿Cómo había podido dejarme birlar
semejante privilegio por las hadas?
Esa noche pasaron muchas cosas en
mi vida: en la mesa, me enamoré de mis hijas sin remedio, con locura y con
pasión (debieron de pensar que me había vuelto loca). Y luego, en mi cama, me
la pasé entera llorando, decidí divorciarme, competir a espada y puñal con las
hadas y Rocíos de este mundo para mantener mi primer puesto, y también dejar de
anestesiarme. El mundo era del color que era, y se acabaron los experimentos
con la felicidad.
A la mañana siguiente salí de mi
UCI completamente rehabilitada (metafóricamente hablando; tardé algo más) y
decidida a invertir todo lo que fuera necesario para que esas criaturas de Dios
y mías me volvieran a sonreír algo más que un par de veces por semana.
Costara lo que costara...
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