domingo, 22 de diciembre de 2013

Jingle Bells, Jingle Bells....

La Navidad no es un momento ni una estación,
sino un estado de la mente.  (Calvin Coolidge)


Época complicada, eh?

Y muy especial. Algunos temen la Navidad, otros la odian, definitivamente; y muchos, muchos más, la amamos y esperamos de esta época, cada año, que se cumplan esos deseos, materiales y no materiales, que llevamos tiempo anhelando...

Según estudios sociológicos variados, al entrar en fechas navideñas, nuestra mente hace un click, a veces de forma inesperada, y nuestros sentimientos -durante esta época- se transforman en deseos universales de paz y alegría, y esas mismas expectativas hacen que nuestra actitud, a lo largo de estos días, se conviertan en un paréntesis de anhelos generosos y sinceros de bien común y felicidad universal.

Además de nuestros deseos de salud para nuestros seres queridos que no la tengan en ese momento en su punto más álgido (la petición con más votos) deseamos con todo nuestro corazón que los hambrientos no lo estén, que paren las guerras, que se arreglen los problemas familiares y -en contra de todo lo que creemos el resto del año- pensamos que todo eso es posible y, además, que se puede arreglar durante estos días.

Todos sabemos que no todo se arregla todas las Navidades, ni para nuestros seres queridos ni para la totalidad de la Humanidad, pero lo importante de estas fechas es ese sentimiento de bien común y deseos de felicidad para todos porque esa actitud, la fuerza de ese anhelo, asegura que muchos de esos deseos, muchos, sí se cumplirán este año.

La nostalgia, que no la tristeza, también es un sentimiento navideño, y hace años que dejó de asustarme. Tenemos derecho a ello, nuestro corazón echa de menos a los que ya no están; recordamos la euforia de estos días en nuestra infancia y procuramos ofrecérsela a nuestros hijos; cocinamos con pasión esas comidas festivas que compartimos con nuestras familias o amigos; hacemos largas cartas a los Reyes Magos, en las que aún pedimos que tengan pan y alegría aquellos que no los tienen aún y pedimos por nuestros padres y nuestros hijos, y pedimos consuelo para aquellos que pasan su primera Navidad sin sus parejas, sin un hijo o sin un padre o madre.

También es un buen momento para aceptar y dejar de luchas contra lo que hemos perdido y que sabemos que ya no volverá, y seguir adelante alegremente en la seguridad de que quedan muchas personas y muchas cosas que llegarán a nuestras vidas compensando, en parte, nuestras pérdidas.

Ahora mismo hay gente que dedica estos días a apoyar a hijos que tienen un progenitor enfermo (tengo una amiga gigante que se ha llevado a su casa a su ex marido enfermo para que sus hijas puedan pasar con él sus últimas Navidades); gente que está consolando a personas que han perdido a un ser querido y muy cercano; gente que está cocinando para algún pariente o amigo menos favorecido...

Pero al final el aire festivo es contagioso y puede con todo y, al menos durante unos minutos, si dejamos esa puerta abierta, sentiremos ese espíritu navideño que invade todo el planeta (la Navidad es una época alegre y de expectativas para el 97,3% de la raza humana, lo creas o no). Dejémonos arrastrar por él.

Tanta energía aunada en tantos puntos del globo tiene tal fuerza que podría iluminar (gratis) cualquier país del mundo durante todo el mes de Diciembre. ¿No es una locura que, cuando acaban las Navidades, dejemos -por desidia o falta de tiempo, tanto da- que todo eso se apague?

Decía Harlan Miller que ojalá el espíritu de la Navidad pudiera ser embotellado y decidiéramos abrir un bote de Navidad cada mes del año... 

Hagamos con alegría y agradecimiento nuestras listas de deseos, cocinemos para los nuestros con la intención de darles un festín.  Pongamos música y cantemos villancicos. Brindemos con champán por nuestras bendiciones. Pasemos ratos de sofá y manta viendo pelis navideñas en la tele en compañía de nuestros hijos. Salgamos a pasear al frío, hagamos nuestras compras con sensatez y reverencia. Y hagamos que estos días sean memorables por un sinfín de motivos, que existen y que agradeceremos al recordar.

Y deseemos que todos y cada uno de los niños, mujeres y hombres que pisan en este momento el planeta pueda sentir alegría durante estos días. No podemos dar de comer ni podemos cobijar personalmente a todos y cada uno de nuestros congéneres, pero sí podemos ofrecer a quien corresponda el agradecimiento que sentimos por nuestros privilegios, disfrutándolos sin culpa. Podemos donar todo aquello que no utilizamos. Podemos regalar parte de nuestro tiempo en comedores sociales o residencias de ancianos. Podemos cocinar para algún familiar o conocido que se encuentre en situación precaria, ya sea de salud, económica o con falta de ánimo.

Aunque no es obligatorio ni motivo de culpa el no hacerlo, es una opción que está ahí y podemos elegir.

Recuerdo mi comida con la psicóloga Encarna Nouvilas. Recuerdo en cómo me insistía  en que uno de los procuradores más efectivos de felicidad para el ser humano es dedicar tiempo y alegría a algo más grande que tú, a algo más allá de tu propio ombligo.

Estoy por creerla. Y creo que estos días de buenos propósitos y anhelos festivos podría ser un buen momento -quizás el mejor- para darle una vuelta a esa posibilidad.

¡Felicísima Navidad a todos!

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